La inolvidable Chabuca Granda decía en “La Flor de la Canela”, aquella frase recordada “del Puente a la alameda“, para describir a la hermosa ciudad de Lima. Ahora podría parafraseársela con Olavarria: “Del Indio al arroyo”.
Todo empezó, como tantas veces, con una anécdota liviana contada en redes. Un video de Santiago Maratea, un boliche, una charla incómoda en un posible “levante”, y una ciudad del interior bonaerense reducida (para su cerebro) a una referencia única:
“¿Qué dice toda la población argentina cuando conocés a alguien que te dice ‘soy de Olavarría’?”, se preguntó el influencer. Y se respondió solo: “Ahí tocó el Indio”.
La escena podría haber quedado ahí, flotando en el anecdotario digital. Pero el problema no fue la anécdota en sí, sino todo lo que vino después.
Porque cuando la joven intentó correr el eje y mencionó que Olavarría “tiene un arroyo”, la reacción fue de desconcierto absoluto. “¿Qué? ¿Qué? Tenemos un arroyo”, repitió Maratea, como si estuviera frente a una curiosidad menor, casi irrelevante o motivo de risa menospreciante.
“Ahí tocó el Indio”
La frase funciona como síntesis perfecta del prejuicio porteño más clásico: el interior existe solo cuando entra en el radar del AMBA por un hecho puntual, preferentemente extraordinario.
En este caso, un recital multitudinario del Indio Solari ocurrido hace unos años. Como si una ciudad de casi 130 mil habitantes pudiera explicarse únicamente por un show de rock, una vez en la vida.
Olavarría, como todo orgulloso bonaerense sabe, es bastante más que un recuerdo musical. Es uno de los principales polos productivos de la provincia de Buenos Aires, corazón de la industria cementera argentina, con empresas históricas como Loma Negra, actividad minera no metalífera, ganadería, agricultura y un peso estratégico clave en la economía bonaerense.
El flor de arroyo
La respuesta no vino desde la indignación ni desde el enojo. El Municipio de Olavarría eligió otro camino: el de la ironía elegante.
En un video difundido en Instagram, le explicaron a Maratea que sí, que la ciudad tiene un arroyo, pero “no cualquier arroyo, un flor de arroyo”. Con puentes colgantes, verde, vida social y escenas cotidianas que funcionan como espacio público real, no como decoración.
El clip, lejos de ser una respuesta institucional rígida, se transformó en un spot turístico inesperado. Mostró lo que el comentario había ninguneado y, sin necesidad de subrayarlo, dejó expuesto el desconocimiento de quien hablaba desde una mirada reducida y superficial.
Mucho más que un recital
En rankings provinciales que combinan población, producción, historia e importancia estratégica, Olavarría suele ubicarse sin esfuerzo entre las diez ciudades más relevantes de la provincia de Buenos Aires.
Tiene universidad, hospitales regionales, clubes centenarios, fiestas populares y una identidad construida a lo largo de décadas de trabajo e industria.
El contraste es claro: de un lado, una mirada rápida, dicha con ese tono que delata origen y distancia; del otro, una ciudad que no necesita gritar lo que es, pero puede demostrarlo con datos, números y territorio.
Nadie discute que ahí tocó el Indio. Pero reducir Olavarría a eso (o a un arroyo dicho en tono burlón) habla mucho menos de la ciudad que de quien cree que el país termina donde se acaba su propio mapa.
Y quizás lo más llamativo no sea el comentario en sí, sino que venga de alguien que ya no es un recién llegado. Santiago Maratea no tiene 18 años ni vive ajeno a la agenda pública.
Tal vez por eso, la respuesta olavarriense resultó tan efectiva: sin agredir, sin sobreactuar, dejó claro que el interior bonaerense no necesita permiso para existir, ni una referencia porteña para valer.

