Un jubilado se agarra un pico de estrés por la angustia que le provoca el retraso (o la cancelación) del vuelo que se está por tomar para ir a visitar a sus hijos en alguna parte del mundo. El avión no sale por una medida de fuerza del gremio de los maleteros, que no acatan la conciliación dictada por el Ministerio de Trabajo con el pomposo título de “obligatoria”.
Una señora aprieta los dientes cuando un Rappi sin registro ni seguro la choca de costado por estar mirando el celular. Aparece una ambulancia y constata que el repartidor esta ileso. La policía lo deja ir, sin siquiera levantar un acta, con su moto ilegal, listo para tentar a la suerte otra vez. A la mujer no le queda otra que pagar de su bolsillo por la imprudencia y la desidia de los demás.
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Un chico en silla de ruedas esquiva autos estacionados sobre la senda peatonal en la puerta de una escuela, mientras los móviles de seguridad vial soplan el silbato los accesos a la ciudad.
Una familia completa -madre, padre, dos o tres niños- se vuelve con la cabeza gacha a su hogar, a las 8 de la mañana, después de esperar el colectivo una hora sin saber que se dictó un paro de transporte en plena madrugada.
Una enfermera tiene que faltar a su trabajo porque el gremio de los estatales decretó un paro para luchar contra el Fondo Monetario Internacional. Se resiente el servicio de salud pública, se pierde un día de clases. El FMI no acusa recibo.
Decenas de motoqueros -una horda- arrasa con una ciudad mientras el intendente y el Ministro de Seguridad se encogen de hombros y se culpan mutuamente por no haber hecho absolutamente nada al respecto.
Un trabajador promedio enfrenta a diario el miedo de llegar tarde al trabajo, de que lo despidan por eso, de que su sindicato no lo ampare, de que un eventual juicio laboral le resulte extremadamente largo y extorsivo. Un empleador puede sentirse reflejado en ese miedo: muchos tribunales de trabajo parecen más concentrados en el negocio de la extorsión que en la resolución justa de las causas que atienden.
¿Quién votó a Javier Milei?
Desde los margenes de la política, inundando las redes sociales y los canales de televisión, un personaje que parece de comedia agita el puño en alto, promete terminar con el Estado que no alimenta, no cura y no educa. La política observa y comenta, casi en shock.
Ninguna explicación “de bolsillo” es suficiente para comprender el fenómeno Javier Milei. No es sólo la economía, estúpidos. No es sólo un voto bronca, tampoco, aunque sobran razones para estar enojado. Definitivamente no es un voto ideológico. Es la última esperanza de terminar con un cúmulo de problemas, de margenes borrosos, que afecta diaria y consistentemente a los trabajadores y a las familias argentinas.
Los sociólogos Antonio Milanese y Juani Belbis, codirectores de Betta Lab, se preguntaron quién es el votante de Javier Milei. Para eso, eligieron un distrito grande y heterogéneo como La Matanza, cruzaron datos de mesas de votación con otros como el valor de las propiedades en cada circuito para determinar posición socioeconómica, edad y filiación política (anterior) de quienes metieron en la urna la boleta violeta.
Con esa información hicieron caer tres mitos: que el votante de Javier Milei “es cheto”, que es joven y que antes votaba a Juntos por el Cambio. “Los votantes de Milei aparecen como transversales. Rompen con la lógica etaria, de voto anterior y económica. Están en todos los segmentos”, señala el estudio, que se puede leer acá. A Milei lo votan de todos lados porque los problemas están en todos lados.
Microviolacioles a la Ley
Ok, sí: es el dólar, es la inflación, es el desacuerdo con el Fondo Monetario Internacional y es la inseguridad. Pero también es un país que vive en emergencia, son las obras que se paran, los piquetes de veinte vivos, los cortes de luz en verano, la falta de agua todo el año, las colas en los hospitales, los juicios eternos, el péndulo político, la incertidumbre nuestra de cada día.
El intendente de Pinamar, Martín Yeza, candidato a diputado nacional, planteó que existe una “degradación de nuestro país” que atribuye a “todas las pequeñas y sutiles violaciones permanentes de la ley”.
El Jefe Comunal, que sufrió el escarnio público cuando impidió que se vendieran en su distrito churros que no hubieran pasado por controles de bromatología, sostuvo que hay un camino que empieza en “creer que las normas son una sugerencia” y termina en “la degradación y empeoramiento de las ciudades”.
No es casualidad que lo advierta un intendente. En los territorios es más difícil escaparle a la realidad. “Cuando te alejás tenés otra visión de lo que está pasando, de cómo está viviendo cada argentino”, planteó Juan Zabaleta, intendente de Hurlingham, &t=738s” target=”_blank” rel=”follow noopener”>hace poquito.
La cercanía se recompensa. En el Conurbano bonaerense, los intendentes peronistas sacaron en promedio 10 puntos más que el candidato a presidente y el candidato a Gobernador. En Juntos por el Cambio -en los distritos que gobiernan intendentes de la UCR y el PRO- el corte promedió casi 14 puntos.
Tiene su lógica. Para advertir lo que pasa hay que caminar. Pero de verdad. No “bajar al territorio” en un ambiente controlado. Tomarse un micro de vez en cuando. Hacer la cola en el cajero automático. Conversar cinco minutos con el pibe que te trae el pedido, con la directora de la escuela. No para la foto: para entender. Para ponerse a gobernar.
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