Ni el luto deportivo había empezado cuando ya estaba la jugada política. Apenas se consumó la eliminación de River Plate del flamante Mundial de Clubes 2025 en manos del Inter de Milán, y a 24 horas de que Boca Juniors cayera frente al Bayern Múnich, el presidente Javier Milei encontró terreno fértil para volver a cargar contra Claudio “Chiqui” Tapia, titular de la AFA, y meter nuevamente en agenda su cruzada a favor de las sociedades anónimas deportivas (SAD).
¿La vía elegida? Repostear en sus redes sociales un panfleto gráfico de Nik —el historietista famoso por sus plagios— que rezaba un “Ni River ni Boca” como título provocador y denunciaba el “modelo Chiqui Tapia” como raíz del problema.
DERROTAS CON UTILIZACIÓN OPORTUNISTA
La escena resulta tan transparente como ruin: el presidente de la Nación, en lugar de mostrar apoyo al deporte más popular del país tras un mal trago internacional, se sube a la ola de la frustración colectiva para intentar legitimar su visión empresarial del fútbol.
La publicación compartida responsabiliza directamente al actual sistema dirigencial por el “fracaso” argentino en el Mundial de Clubes, ignorando por completo que esta competencia recién inicia su historia y que su formato mismo —de grupos breves y cruces durísimos— favorece más a las potencias europeas que al resto.
Pero sobre todo omite un dato clave. Porque los clubes brasileños a los que elogia y que sí avanzaron, tampoco funcionan todos como sociedades anónimas, sino bajo estructuras mixtas o asociativas que respetan las tradiciones deportivas de su país, salvo la excepción del Botafogo.
RIVER, BOCA, NIK Y LA BATALLA CULTURAL
El mensaje presidencial, disfrazado de indignación futbolera, no es más que una nueva avanzada contra la cultura de los clubes argentinos, que desde hace más de un siglo se organizan como asociaciones civiles sin fines de lucro.
Milei, cuyo gobierno muestra una permanente tendencia a confrontar con todo lo que represente tejido social, encuentra en el fútbol otro campo de batalla. La eliminación de los dos clubes más grandes del país —símbolos de multitudes, historias populares y militancia barrial— es usada sin pudor como argumento político. Como si el problema no fuera la brecha económica sideral con los clubes europeos, sino la falta de “incentivos” empresariales.
Nik, el humorista de dudosa originalidad y afinado vocero del oficialismo, publicó un texto cargado de falsedades y omisiones: habla de un “campeonato endeble”, “sin competitividad”, de “30 equipos” (cuando la discusión real sobre la cantidad de clubes en Primera merece otro análisis, no un chiste gráfico), y remata con una épica populista y de demagogia liberal: “No está a la altura del tremendo público argentino que llena todos los estadios del mundo”.
La frase, pensada como una crítica, es en realidad el corazón del problema: el público sigue, acompaña, se ilusiona. Lo que no cuadra es que su pasión sea capitalizada por una lógica de mercado que propone privatizar hasta los colores.
La estrategia es clara: aprovechar un golpe deportivo —natural en el desarrollo competitivo del fútbol global— para sembrar el desprestigio del modelo vigente.
Tapia podrá tener muchos errores, pero responsabilizarlo de que River no le gane al Inter o Boca no supere al Bayern es como culpar al fixture de que no haya sol. La ausencia de análisis sobre el contexto económico, las diferencias presupuestarias, los contratos de televisión, los calendarios y demás, es más que una omisión: es mala fe.
Al replicar ese mensaje, Milei no hace otra cosa que buscar aliados en el enojo momentáneo. Pero el fútbol argentino no es tonto: los socios, los hinchas, los dirigentes y hasta los jugadores saben que el modelo de clubes tiene fallas, pero también historia, contención y sentido de pertenencia. Las SAD no son la solución mágica. Son otra cosa: el fin de una cultura.
Y eso, ni River ni Boca, ni nadie, debería permitirlo.