El 27 de enero de 1945, hace exactamente ocho décadas, el mundo fue testigo de una de las mayores victorias de la humanidad contra la barbarie. Las tropas del Ejército Rojo, en su inexorable avance hacia Berlín, liberaron el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, donde el régimen nazi había implementado el exterminio sistemático de más de un millón de personas, en su mayoría judíos, pero también gitanos, prisioneros políticos, personas con discapacidad y miembros de las comunidades LGBTQ+.
Hoy, mientras recordamos esa fecha crucial en la historia universal, se vuelve necesario reflexionar sobre cómo el peso de esa memoria es torcido, banalizado o directamente traicionado por discursos actuales que simulan abrazar “la causa judía”, pero lo hacen desde la ignorancia o el cinismo.
El presidente argentino, Javier Milei, autoproclamado admirador de la religión judía y aspirante a convertirse formalmente al judaísmo, ha dejado en los últimos años una larga estela de declaraciones que entran en abierta contradicción con los valores que dice defender.
Una de las más paradigmáticas ocurrió en redes sociales, donde calificó a sus opositores políticos como “zurdos de mierda” y amenazó con que “van a correr”. En un contexto menos cargado de simbolismos, la expresión ya sería cuestionable por su violencia discursiva. Pero cuando se coloca bajo la lupa histórica de una fecha como la de hoy, resulta una paradoja imperdonable.
Los “zurdos de mierda” que tanto desprecia Milei fueron, ni más ni menos, quienes liberaron Auschwitz. El Ejército Rojo, brazo armado de la Unión Soviética, liderado por el régimen comunista de Joseph Stalin, llegó al campo de concentración en una de las operaciones militares más heroicas de la Segunda Guerra Mundial.
No se trató solo de un acto bélico: fue la concreción de un ideal humanitario que, por encima de sus contradicciones políticas, permitió salvar a los sobrevivientes del horror nazi y exponer al mundo las atrocidades que allí se cometieron.
Resulta inquietante que un presidente que se jacta de su amor por el pueblo judío y sus tradiciones ignore o niegue esta verdad histórica fundamental. Pero la contradicción va más allá de la liberación de Auschwitz.
Milei, quien en foros internacionales como Davos ha sostenido posturas que condenan a las minorías y desprecian la diversidad, parece olvidar que el Holocausto no solo fue un genocidio contra los judíos, sino también una cacería contra todo aquel que no encajara en la rígida y excluyente visión del mundo nazi: homosexuales, discapacitados, comunistas, anarquistas, gitanos y tantas otras “desviaciones” que el régimen decidió eliminar.
El mismo discurso de odio que Milei promueve desde la cima del poder resuena, con otro ropaje, en los ecos de aquella Alemania nazi que definía quién merecía vivir y quién debía ser exterminado.
Al reducir el debate político a la descalificación violenta de sus adversarios como “zurdos de mierda”, no solo banaliza la memoria histórica de Auschwitz, sino que se coloca del lado de los opresores, de aquellos que alguna vez juzgaron y asesinaron en nombre de un dogma absoluto.
El recuerdo del horror
En este día, al cumplirse 80 años de la liberación de Auschwitz, no basta con encender velas o repetir palabras solemnes.
La verdadera lección de aquella tragedia es que el odio no puede combatirse con más odio, ni las minorías deben ser aplastadas por quienes detentan el poder. La contradicción de Milei no es solo retórica, es ética: no se puede alabar a quienes sufrieron bajo el yugo nazi y, al mismo tiempo, despreciar a los mismos sectores que los liberaron.
Auschwitz no fue un accidente de la historia, fue el resultado lógico de la deshumanización, del desprecio por la diversidad y de la exaltación del odio como motor político.
A 80 años de su liberación, el recuerdo no puede ser un mero acto protocolar. Debe ser un grito, una advertencia, una bandera. Y también, un espejo que desnude las imposturas de quienes, como Javier Milei, pretenden erigirse en defensores de una causa que no comprenden ni respetan.