Había 1500 personas ayer en el Club Alvear del Parque Avellaneda para ver el partido de vuelta entre San Lorenzo y Huracán por la final de la Copa Argentina femenina de futsal. El ambiente era netamente familiar y alejado de cualquier situación violenta. Esa que le pertenece y es alentada, exclusivamente por hombres, dentro del mundo del fútbol. Ellos volvieron a arruinarlo todo.
Esa toxina que se expande, de forma siniestra, entre quienes esconden su violenta voluntad detrás de la pasión ayer volvió a dejar secuelas. El partido debió ser suspendido luego de la irrupción de un sector de la barra de San Lorenzo en la tribuna donde estaban las familias de Huracán.
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Los golpes, empujones e insultos generaron un revuelo que terminó en la lógica suspensión del clásico, que no se jugaba ni en Parque de los Patricios ni en Boedo, pero que sirvió de excusa para ejercer esa violencia inusitada hija directa de la exaltación de la cultura del aguante, de los “huevos”, del “ser macho”. Esta nefasta combinación llevó los incidentes a las calles.
Rejas destrozadas, vidrios rotos y una lluvia de piedras fueron el marco de un escenario lamentable en donde la seguridad no dio abasto y las protagonistas debieron refugiarse dentro del club junto con los espectadores, mientras los barras lograban su cometido de confrontación durante casi 20 minutos, cuando llegaron los refuerzos de la comisaría 40.
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