Un día 7 de mayo, en homenaje al nacimiento de Eva Perón —madrina del gremio y clave en la organización del primer sindicato del sector allá por 1950—, se celebra en Argentina el Día del Taxista. Pero más allá del calendario oficial, la fecha invita a mirar con algo de nostalgia (y mucha realidad) la figura del ‘tachero‘ en el paisaje urbano argentino.
Porque durante décadas, el taxi no se limitó únicamente a ser un medio de transporte. Fue una institución. Un confesionario rodante, un punto de vista con taxímetro y una radio de fondo.
El taxi era parte de la cultura nacional, tanto como el colectivo 60 de Buenos Aires, el 520 de La Plata, o el vermut con papas fritas.
EL OFICIO DE SER TAXISTA
Y si hablamos de cultura popular, ¿qué persona que peine canas no recuerda a Rolando Rivas, Taxista? Esa telenovela setentosa que protagonizó Claudio García Satur y que convirtió al conductor de taxi en un galán de clase trabajadora que hacía suspirar a las mujeres de medio país. Rolando Rivas era un símbolo: del esfuerzo, del amor posible entre clases sociales distintas, de un país con semáforos más lentos y sin apps de delivery.
Pero los tiempos cambiaron. Hoy los Rivas están en extinción, desplazados por una revolución tecnológica que convirtió a cualquier auto y cualquier persona con un smartphone en “chofer particular“.
Uber, Didi, Cabify, InDrive y la lista sigue. Servicios que llegaron con el mantra de la libertad de elegir y tarifas dinámicas, pero que también trajeron la precarización laboral y la competencia desleal, según los taxistas de siempre.
Es que no se trata nada más que del blanco y verde, el amarillo y negro, o el celeste del coche. Se trata de una forma de vida. Los que manejan taxis son, muchas veces, cronistas espontáneos de la ciudad. Como verdaderas ‘propaladoras humanas’ te cuentan por qué está cortada tal calle, cuánto subió la nafta, qué opinan del gobierno de turno o quién chorea más en la AFA o la política.
Son los que te esperan si salís del hospital, te levantan si rompiste con tu pareja o te rescatan bajo la lluvia cuando nadie más para. Los que se las saben todas por escuchar radio 24/7.
Y aunque el servicio oficial no siempre sea perfecto —sabemos que algunos te pasean, otros no te quieren llevar si vas a un barrio ‘picante’, y a veces el aire acondicionado es una entelequia—, el taxi sigue siendo parte del ADN argento. Sucede en todas las ciudades del país, claro, aunque en cada una con sus propios códigos.
En la ciudad de Buenos Aires incluso tiene su monumento: un hombre apoyado en su Siam Di Tella 1500, esa joya mecánica que fue sinónimo de taxi en los años 60. Está en Puerto Madero, entre torres vidriadas y calles que ningún tachero de los viejos pisa sin GPS.
“SABÉS QUE SOBRE ESO TENGO LA POSTA”
Hoy, 7 de mayo, vale levantar la vista del celu, dejar el algoritmo por un rato y subirse a un taxi. Charlar. Escuchar una anécdota, una queja, un lugar común repetido tras oírlo de Feinmann, Baby Etchecopar o el “Negro” Oro, y hasta probablemente alguna teoría conspirativa contada como “la posta”.
Porque en ese recorrido, recuperaremos algo más que el viaje: quizás tomemos el pulso humano de la ciudad que a veces corre más rápido que sus historias.
Porque mientras haya alguien que se suba sin apuro, que mire por la ventanilla y que escuche al tachero hablar de su vida (o de la nuestra), y de como se solucionarían los problemas del país si ellos fueran gobernantes, los taxis no van a desaparecer.
Aunque cambien los mapas, aunque los tiempos se aceleren, aunque el futuro venga con código QR, siempre va a haber un Rolando Rivas dando vueltas por ahí, yira que te yira por la piel de la ciudad, buscando una nueva historia que contar.