Si algo caracteriza a Patricia Bullrich es su habilidad para dejar frases que, con el paso del tiempo, terminan funcionando como una especie de marca personal. Allá lejos, cuando todavía fantaseaba con la Presidencia y hablaba de aquella “filosofía muy interesante que ya ibas a entender”, hasta los periodistas más amigables se miraban entre sí preguntándose si se habían perdido el capítulo anterior.
Hoy, varios años después, esa misma energía conceptual reaparece con su flamante defensa de la reforma laboral, como si al fin hubiera llegado la prometida explicación.
La vuelta de la filosofía incomprensible
En una exposición sobre el polémico proyecto, la actual senadora (y eterna recicladora de cargos estatales desde tiempos de la Alianza, cuando tuvo el honor de recortar el 13% a los jubilados) volvió a desplegar su magia discursiva.
Esta vez, la perla fue la presentación del tan promocionado Banco de Horas Voluntario, un “sistema” que promete, según su versión, encantar a todos pero especialmente conquistar discursivamente a los más jóvenes.
En su propia voz, el planteo sonó así: “Ehm, hemos armado un sistema que a los jóvenes les gusta mucho, que es el Banco de Hora Voluntario… Yo quiero trabajar de lunes a jueves, no quiero ir los viernes…” La primera reacción fue inevitable: un déjà vu directo a aquella famosa “filosofía muy interesante”.
La idea, según explicó, es simple… en teoría. Uno trabajaría 12 horas los lunes y 12 horas los martes, acumularía un puñado de horas extras y luego podría tomarse libre el viernes.
La senadora lo detalló con entusiasmo: “Bueno, los lunes trabajo 12 horas… El martes trabajo 12 horas… y me los tomo el viernes y el viernes no trabajo”. Un sueño laboral digno de folleto corporativo escandinavo. Salvo por una pequeña, mínima, casi imperceptible diferencia: esto es Argentina.
La realidad, siempre tan aguafiestas
La explicación no llegó a entusiasmar demasiado al público laboral experimentado, para quienes la propuesta suena tan viable como plantar naranjas en la Antártida.
Y quizás consciente de esa distancia entre teoría y realidad, Bullrich agregó una aclaración que terminó de derribar cualquier intento de credibilidad: “Es decir, hay líneas continuas que esto no lo van a poder hacer, pero hay otros que van a poder trabajar de esta manera.”
Ahí, en ese pequeño giro, toda la supuesta revolución laboral quedó convertida en lo que realmente es: un permiso para que el empleador decida. Porque no es que la ley vaya a garantizar nada; apenas “lo va a permitir”. De ahí en más, rezar para que el empleador tenga buen humor.
El punto no escapó al radar de las redes, que rápidamente señalaron lo obvio, y es que no se trata de un derecho para el trabajador sino de una libertad extra para el patrón.
Una de esas libertades que, casualmente, suelen ser muy bien recibidas por los sectores que integran esa casta neoliberal a la que la propia Bullrich pertenece desde hace más de un cuarto de siglo, siempre con un despacho asegurado sin importar si es gracias a resultados electorales o si conlleva recuerdos incómodos de gestiones pasadas.
Promesas flexibles, memoria rígida
Lo curioso es que el razonamiento que hoy intenta vender como novedad ya había aparecido en su carrera pública. Cuando era funcionaria de la Alianza y debió defender el recorte del 13%, también apeló a un discurso de sacrificio y modernización, explicado con una seguridad que contrastaba brutalmente con la realidad de los afectados.
Ahora, la promesa del “viernes libre” convive con el mismo espíritu: una expectativa diseñada para quienes no tienen experiencia laboral suficiente como para detectar el truco.
Pero si de coherencia se trata, Bullrich continúa cumpliendo una tradición: cada vez que necesita justificar un proyecto impopular, inventa una idea tan críptica como optimista, capaz de sonar revolucionaria mientras deja todo en manos del empleador.
Y así, aquella oscura “filosofía muy interesante” que ya entendería la población finalmente encuentra continuación. Quizás no era que la íbamos a descifrar con el tiempo, era que cada tanto volvería disfrazada de novedad, siempre con el mismo destino: convertirse en una frase para la antología del desconcierto nacional.

