¿Qué pasa en las escuelas cuando el contenido importa más que el estado emocional de quienes están sentados frente al pizarrón? ¿Qué lugar ocupan las emociones, los vínculos y el bienestar en la educación de chicos y adolescentes? De eso —y mucho más— habla Anabela Fernández, docente con una trayectoria de más de una década impulsando pedagogías integrales en colegios de la zona sur del conurbano bonaerense.
Desde su rol como responsable de bienestar en dos colegios y formadora de docentes y familias, Fernández sostiene una convicción clara: sin bienestar emocional, no hay aprendizaje posible.
“El sujeto de aprendizaje no es solo una cabeza que viene a absorber contenido. Viene con su cuerpo, sus emociones, su historia. Por eso el abordaje tiene que ser integral”, asegura. Y de eso se trata el trabajo que impulsa: combinar pedagogías tradicionales, de vanguardia y enfoques emocionales para lograr experiencias educativas que consideren a la persona de manera completa.
Lo que suena como un principio obvio, en la práctica choca con una cultura escolar que muchas veces sigue priorizando contenidos por sobre personas. “Para que realmente haya aprendizaje, las emociones deben estar equilibradas y los vínculos basarse en la confianza. Y eso es algo que se construye a diario”, señala.
Hoy, el desafío se vuelve aún más complejo. Fernández advierte que los chicos y chicas que llegan a las aulas no son los mismos que hace diez o quince años. “Están hiperconectados, han perdido la conversación cara a cara. La interacción humana está muy reducida y eso afecta la construcción de las cualidades humanas, que solo se aprenden en vínculo con otros”, explica.
Y agrega un dato inquietante: “Muchos niños naturalizan malos tratos o situaciones violentas porque las viven en sus entornos cotidianos. La escuela no puede mirar para otro lado”.
Desde su espacio, impulsan talleres de convivencia, educación emocional y trabajo colaborativo. No se trata solo de enseñar a leer y escribir, sino de formar personas capaces de convivir, resolver conflictos y pedir ayuda cuando lo necesitan. “A veces nos quejamos porque un chico no pide ayuda, pero es que no sabe cómo hacerlo, porque nadie se lo enseñó”, apunta.
En ese sentido, Fernández insiste en que la educación debería destinar tiempo curricular específico para trabajar emociones y habilidades sociales, algo que sigue estando ausente en buena parte del sistema. “Lo que no se enseña, no se aprende. Y convivir, cooperar, empatizar, respetar, también se enseña”, sostiene.
Detrás de esa convicción hay también una historia personal. Fernández creció en los años de la dictadura militar, en una infancia marcada —según cuenta— por carencias emocionales y vínculos quebrados. “Viví muchas necesidades emocionales que no fueron cubiertas en mi niñez y adolescencia. De grande estudié analista de sistemas, pero me di cuenta de que lo mío era compartir lo que sé para sumar algo al otro”, relata.
Así fue como —casi de manera autodidacta— se volcó a la docencia y al trabajo en escuelas. “Enseñaba como a mí me hubiese gustado aprender”, dice. Con los años, se formó en pedagogías integrales y educación emocional, y hoy coordina el área de bienestar de dos colegios, además de brindar capacitaciones abiertas para docentes y familias.
A lo largo de su trayectoria, acumula decenas de historias que confirman su apuesta. Como la de un nene de cuatro años que le enseñó a su mamá cómo respirar para calmarse, usando una técnica que había aprendido en el jardín. O la de un alumno que, en medio de un examen, pidió permiso para cerrar los ojos y calmarse antes de responder. “Esas cosas valen más que cualquier nota. Son herramientas para la vida”, asegura.
Pero el camino no es fácil. La docente reconoce que gran parte de este trabajo se sostiene a pulmón, sin respaldo institucional ni políticas públicas que lo acompañen. “El problema es que ni los ministros ni los secretarios de Educación tienen dimensión de qué necesita ese niño o adolescente para enfrentarse al mundo que lo espera”, advierte.
Mientras tanto, los datos de bullying, violencia escolar, grooming y suicidio adolescente siguen en aumento. Fernández cree que la prevención empieza mucho antes, en la enseñanza cotidiana de poner límites, reconocer emociones y construir relaciones sanas. “Hoy muchos padres creen que poner un límite es algo malo, que va a frustrar al chico. Y es todo lo contrario: los límites bien puestos son cuidado, contención, seguridad”, explica.
Desde su experiencia, también remarca la necesidad de trabajar codo a codo con las familias. Por eso, además de talleres para docentes, brinda capacitaciones virtuales abiertas para padres y madres. “Nadie nos da un manual para criar. Y a veces los adultos también necesitamos aprender”, admite.
Consultada sobre qué debería cambiar de manera urgente en las escuelas argentinas, no duda: “Hay que dejar de priorizar solo los contenidos académicos y empezar a educar para la vida. Saber convivir, resolver problemas, empatizar, colaborar. Eso también es educación. Y si no se enseña, después lo pagamos caro como sociedad”.
Fernández no dramatiza, pero tampoco se resigna. “Para dejar un futuro distinto necesitamos dejar personas distintas. Y para eso hay que enseñar a pensar, a elegir, a discernir qué es lo mejor para uno y para su comunidad”, concluye.