El Gobierno de Alberto Fernández cumple por estas horas sus primeros 214 días, de los cuales 113 transcurrieron en un contexto de pandemia y aislamiento social, que postergaron -todavía no sabemos hasta cuando- los objetivos que se trazó al tomar el mando el 10 de diciembre de 2019. Una de las metas de su gestión, la de cerrar definitivamente la grieta, parece encaminada, pero la intransigencia de un puñado de dirigentes que están cada día más aislados y son cada vez más ruidosos, lo pone en jaque.
En esa escueta lista se pueden anotar los nombres de Patricia Bullrich y de Fernando Iglesias. A nivel provincial, Luciano Bugallo, diputado bonaerense, les copia el perfil. Todos tienen en común haberse tropezado, en distintos momentos de sus trayectorias, con otra dirigente que hizo de su perfil polémico una marca registrada: Elisa Carrió, que parece haber dado un paso atrás en este contexto.
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La maquinaria de odio que ponen en marcha encuentra un engranaje muy eficiente en las redes sociales. Como explicó el especialista en comunicación política Mauro Becerra en una columna publicada en este portal ayer, las redes funcionan con un principio conocido como “cámara de eco”.
“Con el fin de captar la mayor cantidad posible de atención, sus algoritmos devuelven al usuario estímulos que son de su agrado, y evitan otros que no lo son. Esto termina generando un aire de verdad relativa a las ideas que uno consume, ya que todas las opiniones que nos llegan van en sintonía con eso”, explicó el especialista.
Ese factor se potencia con otra de las características de las redes, definidas como “espacios de narcicismo, de individualidad”, en donde “en muchos casos, el que juega más fuerte o el más extremo, se gana el reconocimiento de los otros que piensan como él”, siempre de acuerdo a la explicación de Becerra.
Fernando Iglesias y su tropa hacen la plancha en ese caldo de endogamia intelectual. Siempre lo hicieron. Pero hoy quedan más expuestos porque, aún sosteniendo sus diferencias, oficialistas y opositores se esfuerzan por mantener las formas. Ellos no. Por eso sobresalen, y posiblemente esa sea la veta del “negocio” político: es lo único que los diferencia entre decenas -o cientos- de representantes del pueblo.
Bugallo es un pichón de Iglesias. Hace pocos meses se enfrentó al intendente de Castelli, Francisco Echarren, cuando se enteró de que el alcalde impulsaba la creación de una tasa especial -una contribución única- para financiar un fondo de salud que permitiera atender la emergencia sanitaria que significaba el brote de Covid 19.
Al legislador le erizó los pelos del lomo la sóla idea de que los sectores más fuertes de la economía hicieran su aporte. Por eso impugnó en la justicia la medida y perdió. En el medio no se privó de decirle de todo a Echarren: cavernícola, dictador, delincuente de guante blanco.
El que no piensa como Bugallo o como Iglesias es corrupto, o estúpido, o un cavernícola. No hay medias tintas, no hay un otro frente a quien debatir, no hay una antítesis que alumbre una síntesis superadora del pensamiento.
El problema es que la furia tuitera ya no reconoce fronteras. No distingue adversarios políticos de comunicadores críticos. Mucho menos de ciudadanos enojados. Sólo registra blanco y negro: los propios y los otros, a los que hay que destruir -dialécticamente hablando, claro-, para someterlos al escarnio público.
A Iglesias se le salió la chaveta hace diez días cuando respondió con innecesario nivel de virulencia un posteo de la periodista Rosario Ayerdi en el que le señalaba que no tenía el barbijo bien colocado. En su ceguera, no distinguió periodista de medio: quiso pegarle a Perfil -el medio para el que Ayerdi escribe- pero logró un objetivo distinto: que una horda desenfrenada de seguidores -los suyos- inundara de mensajes de odio todas las redes de la reconocida trabajadora de prensa. Los insultos empezaron en Twitter pero se ramificaron hacia las redes de uso personal, traspasando varios límites en el camino.
Del señalamiento de Iglesias al casi linchamiento a periodistas de C5N en el Obelisco hay una distancia que se acorta a medida que crece un monstruo que esa parte de la oposición alimenta sin cesar. Iglesias repudió la agresión, de la que fue testigo presencial, tal como lo hizo la Coalición Cívica de Elisa Carrió, quien supo homologar a la señal noticiosa con “la corrupción argentina” de una manera que nunca se atrevió a hacer, por ejemplo, con La Nación, que también tiene historia en eso de hacerle “picardías” al fisco.
El negocio es claro: Iglesias refuerza su perfil de anti peronista furioso, quizá el único atributo que le abrió la puerta a la lista, y agita la grieta al extremo para renovar la banca: si su principal virtud era ser combativo, el cierre de la grieta no es negocio para su deseo de permanecer en el Congreso por un nuevo periodo.
Por suerte, parece, hay luz al final del túnel. Dentro de Juntos por el Cambio hay un fuerte debate en torno a una comunicación que promovió Patricia Bullrich dando por sentado -o sugiriendo con demasiado énfasis- que la muerte de Fabián Gutiérrez, ex secretario de la vicepresidenta Cristina Kirchner, tenía un móvil político.
Los sectores más dialoguistas de la coalición opositora -encabezados por María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta, dirigentes con futuro político- no sólo pusieron el pie en el freno sino que intentaron intervenir el partido para quitarle poder de decisión a la ex Ministra de Seguridad de la Nación. La intervención de Mauricio Macri reestableció el balance de poder, para tranquilidad de Bullrich. Pero hizo un poco más: dejó expuesto al ex Presidente como el orquestador de la fase “Bolsonaro” de su partido. Curioso: fue él quien ganó las elecciones de 2015 bajo la promesa de “unir a los argentinos”.
GM
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