Todos hemos visto alguna vez en la calle o en un museo un vehículo diminuto y llamativo, parecido a una burbuja con ruedas o a la cabina de un avión adaptada para circular. Son los microautos o “autos burbuja” que nacieron en Europa tras la Segunda Guerra Mundial y que en la Argentina se conocieron genéricamente como “Ratón Alemán”, aunque ese apodo abarcaba varios modelos: el BMW Isetta, el Messerschmitt KR-200 o el Heinkel Kabine. La mayoría llegó importada, algunos se ensamblaron en el país, pero hubo uno que se diseñó y comenzó a producir desde cero en el oeste del Conurbano bonaerense: el Joseso.
El origen en un taller y el salto a la producción bonaerense
Según reconstruye el escritor Alejandro Franco en el portal especializado Autos de Culto, todo comenzó con José María Rodríguez, un inventor aficionado al “hágalo usted mismo” popularizado por revistas como Mecánica Popular. En el taller de su casa construyó artesanalmente un pequeño vehículo con carrocería de aluminio y chasis tubular, propulsado por un motor Villiers de 8,2 caballos que alcanzaba 55 km/h y consumía apenas 3 litros cada 100 kilómetros. Podía transportar a dos adultos y dos niños o una carga de hasta 250 kilos, y no necesitaba pintura ni tratamiento anticorrosión.
Rodríguez bautizó su creación con el apodo que tenía de niño: Joseso. Sus prototipos fueron presentados en exposiciones, probados por el público y difundidos en la prensa, incluso con auspicio visible del Segundo Plan Quinquenal del gobierno de Juan Domingo Perón, que veía en el proyecto una herramienta para motorizar a la clase trabajadora. Sin embargo, nunca se produjo en serie en esa primera etapa.
En 1957, ya con otro clima político, Rodríguez rediseñó el auto, esta vez con la colaboración de Roberto Antonelli. El marco ideal llegó con el régimen de promoción automotriz de 1959, cuando nació I.A.M.A. S.A. (Industria Argentina de Micro Automóviles). Con sede en la avenida Julio Argentino Roca de la Ciudad de Buenos Aires y una red de concesionarios en Capital, el Gran Buenos Aires y ciudades como Concordia y General Roca, la empresa inició la producción en Ituzaingó en 1958 y anunció un ambicioso plan para construir otra planta en Río Gallegos.
El nuevo Joseso monovolumen se vendía a $120.000, un precio muy accesible frente a modelos como el Peugeot 403, que superaba los $500.000. Prometía ser el “auto del pueblo” bonaerense: económico, sencillo de mantener y al alcance de familias trabajadoras. Pero las trabas burocráticas, la falta de respaldo sostenido y las dificultades de producción hicieron que la historia quedara trunca.
Hoy, el recuerdo del Joseso sobrevive en museos, publicaciones especializadas y en la memoria de los vecinos de Ituzaingó, como un símbolo de aquella Argentina que soñó con fabricar su propio microauto y competir con los gigantes europeos.