Hace cuatro años, en medio de una delicada crisis política, el expresidente Alberto Fernández rompió los manuales clásicos del gobernante de turno y metió cambios en su gabinete. Jugó las mejores cartas que el sistema le indicaba. Por Santiago Cafiero ingresó el tucumano Juan Manzur a la Jefatura de Gabinete de la Nación. Hombre de experiencia, de “musculatura política”, con contactos en el establishment judío internacional y en el círculo rojo, terminó siendo recordado por llevar medialunas a las reuniones y por dormir la siesta.
Recién con la llegada de Sergio Massa a Economía apareció en escena el valorado y reconocido rosarino Agustín Rossi, el “Chivo” que se bancó las peleas por la 125 contra el campo. Leal, formado, “nestorista”. También hizo agua. Tanta, que hasta perdió el debate “vicepresidencial” contra la amiga del genocida Rafael Videla: la entonces candidata de Milei, Victoria Villarruel.
Si hace cuatro años nos asomábamos a un balcón con horizonte oscuro, hoy las reacciones del gobierno invertebrado de Javier Milei resultan, además de alarmantes, inverosímiles. Alberto Fernández, al menos, jugó las cartas que tenía en la mano. Milei ni siquiera lo intenta. “No la ve”, se diría a sí mismo si tuviera un espejo donde mirarse y ser, aunque fuera en privado, autocrítico.
Porque darle rango de ministro al tucumano Lisandro Catalán o tantear la salida de Lule Menem para abrirle paso a un rosquero experimentado no va a cambiar ninguna ecuación. Independientemente de los análisis y reclamos de un cada vez más desesperado círculo rojo -y de sus voceros- para que “cambien las caras”, el problema está bien al frente, para cualquiera que lo quiera ver.
Cuando el asesor de Bill Clinton instaló aquel “Es la economía, estúpido” antes de que su candidato llegara a la Casa Blanca, tenía enfrente a un presidente como Bush padre con mayorías de aprobación pública cercanas al 80 por ciento. Pero —siempre hay un pero— la recesión dominaba la economía en aquellos primeros años de la década del 90.
Esa frase fue tan contundente que sirvió, y todavía sirve, para encuadrar los diagnósticos más duros de falta de crecimiento, inflación o desempleo. Nosotros, además, debemos sumarle otro karma: la deuda externa, que Mauricio Macri se encargó de renovar y potenciar.
Con un viernes negro como el que cerró la semana —dólar récord, riesgo país en 1.047 puntos, derrumbe de acciones y bonos— está claro que el panorama viene de mal en peor. Un dato no menor: el mismo diario La Nación precisó en tapa que el lunes pasado la capitalización bursátil de las compañías argentinas se desplomó en 7.865 millones de dólares. En un solo día.
Entonces, si esta bomba de relojería en la que se transformó la Argentina está conducida por inexpertos, disociados de cualquier vínculo razonable con el otro, que hasta se jactan de burlarse de un niño con discapacidad, pero tampoco se animan a sacudir el gabinete y poner gente de su propio palo que al menos pueda diferenciar un martillo de un bisturí… ¿en manos de quién estamos?
Petros Márkaris, escritor griego reconocido por sus novelas de corte social con ADN de policial negro, lo expresó con crudeza en Liquidación final. Allí aparece el “Recaudador Nacional”, un asesino en serie que envía notas de liquidación a empresarios y políticos corruptos, obligándolos a pagar sus deudas impositivas. Así, el criminal consigue recuperar millones para el Estado y, de paso, gana simpatía pública. El relato del presente gris de Atenas —puesta de rodillas por el FMI y una clase política y empresarial rendida al ajuste— fue tan verosímil que Márkaris se vio obligado a poner una advertencia en la primera página: desaconsejaba “cualquier imitación de los hechos narrados”.
Y, sin embargo, más de una década después, la realidad supera la ficción. En Nepal —país que hace de la meditación un culto, con mayoría hindú y minoría budista— las protestas sociales pusieron patas arriba al gobierno. El hotel del primer ministro fue incendiado; la primera dama murió por las quemaduras. Ministros y dirigentes fueron perseguidos. Más de 50 muertos después, este viernes eligieron a una primera ministra para intentar ordenar el caos. (¿Serán del conurbano bonaerense? ¿Cagarán en un balde?)
Ni siquiera aprende del inglés más célebre. Winston Churchill, la noche del 29 de noviembre de 1943, mientras gobernaba el Reino Unido y lidiaba con la amenaza nazi, dejó escapar una autocrítica ácida que su médico personal anotó en el diario: “El primer ministro está consternado por su propia impotencia”.Entonces: es el presidente, estúpido.
Lo único que no se puede hacer es seguir jugando al truco diciendo “paso”. Todos sabemos cómo termina eso.