En el tramo final de la campaña para las legislativas, Patricia Bullrich volvió a salir a escena con ese tono entre severo y docente que la caracteriza. En un mismo reportaje, con jóvenes presentes en el medio Infobae, se quejó mínimamente de dos cosas: de la falta de obras públicas y del retroceso de la ciencia.
La ministra de Seguridad, una de las espadas políticas más fuertes del oficialismo, pidió más inversión en infraestructura y en investigación. Pero el problema no está en lo que reclama, sino en quién lo dice. Porque si hay algo que este gobierno se jactó de hacer desde el primer día fue recortar, frenar y ajustar.
Cuando Milei asumió, el mensaje fue claro: “no hay plata”.
Ese dogma se tradujo en un freno total a la obra pública. Se suspendieron proyectos, se abandonaron rutas, se cortaron convenios con provincias y municipios. Lo que quedó fue un país lleno de estructuras a medio terminar: puentes sin terminar, rutas sin mantenimiento y pueblos enteros aislados.
“En la Argentina faltan algunos, digamos, analizar algunos temas. En primer lugar necesitamos muchas obras de infraestructura que nos ayuden a aprovechar nuestro campo, que es el principal aportante de divisas de nuestro país. Es muy importante.”
Bullrich no puede desconocerlo: es parte del gabinete que celebró la “motosierra” y que convirtió el ajuste en una bandera de pureza ideológica.
Hoy, con las encuestas en rojo y el desgaste social a la vista, la misma funcionaria intenta despegarse.
De pronto, habla de la “importancia del campo”, de la necesidad de “aprovechar nuestras riquezas”, de la urgencia de “reactivar las obras”. Lo que no dice es que esa parálisis fue una decisión política tomada desde el propio corazón del gobierno que integra. Una decisión que no fue un error, sino una estrategia deliberada.
“Muchos pueblos viven del campo en nuestro país. Muchas familias, y además son parte de la cadena alimenticia de la Argentina y del mundo. Entonces, en ese sentido, me parece que hacen falta muchísimas obras de infraestructura que están muy postergadas.”
El país sin obra ni ciencia
El discurso de Bullrich sobre el Conicet suena igual de cínico. Dijo que Argentina “retrocedió en patentes”, que las universidades “investigan poco” y que la ciencia necesita “más continuidad”. Tiene razón en el diagnóstico, pero olvida convenientemente quién empujó el sistema al borde del colapso.
“A mí me parece que lo importante en el Conicet es la posibilidad de lograr que las investigaciones sean investigaciones que tengan una continuidad, una razón. Siempre la ciencia tiene un delay con lo que produce, ¿no es cierto?”
El propio gobierno de Milei redujo los presupuestos de ciencia, desfinanció becas, desmanteló programas y dejó a miles de investigadores sin horizonte.
El vaciamiento del Conicet no fue una consecuencia inevitable, sino una política de Estado. Durante decenas de meses, el oficialismo defendió que la ciencia debía “buscar financiamiento privado” y que “el Estado no puede pagar todo”.
Hoy, cuando los laboratorios se vacían y los investigadores emigran, Bullrich intenta disfrazar de preocupación lo que en realidad fue complicidad.
La estrategia del “yo no fui”
Nada de esto es casual. La ministra sabe que el humor social cambió. Sabe que el ajuste dejó cicatrices y que el discurso del sacrificio perdió brillo. Por eso ahora elige el papel de crítica interna, la que “advierte”, la que “corrige el rumbo”. Pero detrás de esa impostura hay una jugada de campaña: instalar que las culpas son de otros. De las provincias, de los intendentes, de las universidades. De cualquiera, menos de quienes gobernaron con la motosierra en la mano.
“La Argentina ha tenido un retroceso del 26 % de patentes en los últimos 10 años. Eso significa que investigamos poco, que las universidades no investigan, que el Conicet investiga poco… menos patentes, menos posibilidad de que la Argentina tenga mejores recursos.”
La maniobra es vieja: cuando los resultados no cierran, se construye un enemigo y se simula sorpresa. Pero la gente no es tonta. Sabe quién paralizó las obras, quién recortó la ciencia, quién justificó el ajuste con la frase “no hay plata”. Y sabe, también, que ahora esa misma gente pide exactamente lo que destruyó.
En el fondo, Bullrich no se contradice por torpeza, sino por cálculo. Quiere seguir sosteniendo el relato del orden y el sacrificio, pero sin pagar el costo político de sus consecuencias. Pretende cosechar los votos del enojo que generó su propia gestión. Una jugada audaz, si no fuera tan evidente. Porque hay que tener mucho coraje —o muy poca vergüenza— para quejarse de la miseria que ella misma ayudó a sembrar.

