En el sur de la provincia de Buenos Aires, donde el horizonte se pierde entre campos de trigo y antiguas vías de tren, se levanta la silueta fantasmal del castillo Zubiaurre, en Coronel Dorrego. Fue concebido como un palacio de amor y terminó siendo un símbolo de soledad.
Todo comenzó en 1901, cuando Juan Abelardo Ayerbe, un joven vasco que había llegado a la Argentina en busca de prosperidad, se instaló en Zubiaurre junto a su hermano. En 1922, después de años de trabajo en el campo, compró más de 200 hectáreas y decidió levantar una mansión que se convertiría en una de las construcciones más imponentes de la región.
La obra tardó 24 años en completarse y no escatimó en lujos: torres en punta coronadas con pararrayos, sótanos amplios que con el tiempo terminaron inundados, techos decorados con ángeles y querubines, estatuas, salones majestuosos y un mirador con vistas panorámicas. Incluso mandó traer materiales desde el país vasco y planificó una instalación eléctrica que nunca funcionó. Todo estaba preparado para recibir a la mujer que, según las versiones, debía habitar el castillo junto a él. Pero la historia nunca se escribió como Juan lo había soñado.
La promesa en España
Una de las versiones más difundidas cuenta que Ayerbe había dejado en su tierra natal a la mujer que amaba, con la promesa de regresar a buscarla cuando lograra “hacerse la América”. Durante más de dos décadas trabajó con paciencia, levantando no solo un imperio rural sino también el palacio que sería escenario de su reencuentro.
Cuando la construcción estuvo lista, viajó a España con fotografías del castillo y un ramo de trigo en cuyo interior escondía un anillo envuelto en seda. Pero al llegar, descubrió que su prometida ya se había casado con otro hombre.
Devastado, volvió a la Argentina y, según la leyenda, en un arrebato de furia destrozó algunas de las estatuas con un martillo, colgando allí el anillo que nunca pudo entregar. Desde entonces, se encerró en el castillo junto a su hermano Ramón, sin casarse ni dejar descendencia.
La versión de Enriqueta en Argentina
Otra historia, recogida en el libro de Diana Arias, Amores Inmigrantes, afirma que el gran amor de Ayerbe no estaba en España, sino en Argentina. Se trataba de Enriqueta Bonora, hija de un hacendado de Coronel Dorrego, de quien se enamoró perdidamente. Convencido de que lograría conquistarla, le mostró el diseño de un palacio que estaba construyendo para ella y le propuso matrimonio.
Pero Enriqueta rechazó la oferta y hasta se desmayó durante la propuesta. Ella ya había entregado su corazón a otro hombre, Alfredo Arias, con quien años más tarde terminó casándose. El vasco, en cambio, quedó marcado para siempre por aquel “no” que derrumbó sus ilusiones.
Con el paso del tiempo, el castillo quedó terminado en su exterior pero jamás fue decorado por dentro. Ayerbe se instaló allí con sus hermanos, envejeció en soledad y murió sin haber conocido la vida en pareja que había imaginado.
El recuerdo de los testigos
Décadas después, la familia Thomas compró las tierras y el edificio ya estaba en decadencia. Arturo Thomas, que de niño conoció a los hermanos Ayerbe, aún lo recuerda como “un lugar impresionante, fresco, con estatuas y un mirador al que subíamos de chicos”. También señala en entrevista con un medio local que nadie en el pueblo se animaba a preguntarle directamente a Juan por aquella historia de amor frustrado.
Con los años, el abandono hizo lo suyo: ventanas sin vidrios, escaleras de roble carcomidas, techos rotos y paredes que hoy apenas sobreviven convertidas en un galpón dentro de una propiedad privada.
Castillos en el aire
Sea cual sea la verdadera versión —la amada española que no esperó o la joven argentina que dijo que no—, el destino de Juan Abelardo Ayerbe quedó sellado en la soledad. El palacio nunca tuvo reina y hoy solo permanece como ruina en medio del campo bonaerense.
El castillo Zubiaurre se ha convertido en un recordatorio de cómo los sueños más grandes pueden desvanecerse. Un símbolo de aquellos castillos en el aire que construimos con amor e ilusión, pero que el tiempo termina dejando en ruinas.