(Opinión: Ramón Prades García*) El macabro asesinato de tres chicas en Florencio Varela no puede leerse como un hecho policial aislado. Es un síntoma extremo de un fenómeno mayor: la erosión del pacto social argentino bajo la lógica de la guerra híbrida. En esa modalidad, el crimen organizado y las adicciones no son simples flagelos internos, sino piezas de una estrategia que busca desarticular la cohesión nacional y paralizar al Estado.
Cuando el enemigo no lleva uniforme
El conflicto del siglo XXI ha redefinido radicalmente el concepto de enemigo. La guerra híbrida se ha consolidado como una doctrina estratégica de desgaste institucional prolongado que rehúye de la confrontación simétrica. Su objetivo primordial no es alcanzar la victoria en un campo de batalla frontal, sino provocar la parálisis decisional del Estado adversario, erosionar su legitimidad y pulverizar la cohesión social. Para ello convierte las vulnerabilidades internas –la adicción, la corrupción y la polarización política– en proyectiles más efectivos que los tanques, forzando así una rendición silenciosa.
Esta lección estratégica encuentra su origen en uno de los precedentes históricos más devastadores: las Guerras del Opio (1839-1860). En ese período, el Imperio Británico diseñó el contrabando de opio hacia China no solo como una salida económica, sino como una devastadora operación de ingeniería social. El resultado fue la destrucción del tejido productivo, la desmoralización de las tropas y la desestabilización de la base monetaria china, lo que forzó la rendición geopolítica de la dinastía Qing e inauguró su “Siglo de la Humillación”. El opio fue así la primera arma no cinética utilizada a gran escala, y demostró que la adicción podía convertirse en un instrumento geopolítico más eficaz que cualquier ejército para instaurar una dependencia de largo plazo. Que como bien entendía Sun Tzu “lo supremo en el arte de la guerra consiste en someter al enemigo sin darle batalla”.
Del opio al fentanilo: la nueva trinchera global
El legado de esta estrategia resurge hoy con las sustancias sintéticas: el flujo incesante de opioides –como el fentanilo y sus precursores– se percibe como una agresión destinada a generar un desgaste asimétrico permanente. El Crimen Organizado Transnacional (COT) se transforma en el ejecutor perfecto de esta agenda: inunda los mercados con drogas de altísima letalidad y se convierte en un acelerador de colapso que desestabiliza a los Estados. La clave de esta amenaza reside en la negación plausible: el Estado adversario puede mostrarse tolerante o laxo en el control de los precursores químicos y permitir que el COT actúe como un proxy dañino, mientras mantiene la capacidad de negar cualquier responsabilidad directa en el daño social ocasionado. Esta degradación se potencia mediante operaciones psicológicas (PSYOPS), desplegadas en el ciberespacio y en los medios de comunicación, cuyo objetivo es generar una “impotencia aprendida” en la población, instalar la narrativa del “Estado fallido” y socavar la voluntad de los ciudadanos de defender a sus propias instituciones.
Es precisamente esta vulnerabilidad psicológica la que se afirma en las profundas grietas sociales de la Argentina. El contexto nacional ofrece un terreno fértil para la guerra híbrida, como lo revelan los datos: en la última década, el consumo general de drogas ilícitas en el país se duplicó, y el consumo de cocaína entre adolescentes se triplicó. Este incremento exponencial, junto con la crisis del “paco”, representa un costo social insostenible y un flujo de recursos incalculable para el crimen organizado. A nivel global, una persona muere cada siete minutos a causa de las drogas, un ritmo de bajas intolerable para cualquier ejército en campaña. En lo social, este deterioro se refleja en que el 32% de la población considera el consumo de drogas en su barrio un problema “grave”, porcentaje que asciende al 43,5% en los sectores más postergados. Todo ello confirma la conexión intrínseca entre marginalidad y adicción: precisamente allí donde se requiere desplegar la “acupuntura social” con toda su batería de programas estatales, menos presente se encuentra la perspectiva de un futuro distinto, de un proyecto de vida posible.
Florencio Varela: espejo de una Nación bajo asedio
El adversario, entonces, se configura como la conjunción entre el Crimen Organizado Transnacional y los competidores geopolíticos que se benefician de una Argentina atrapada en sus problemas internos. El éxito de la guerra híbrida se manifiesta en la pérdida de la seguridad básica, cuando sucesos trágicos –como el asesinato de las tres chicas en Florencio Varela– se erigen en ejemplo extremo del desgarro del pacto social. Amplificados en el ecosistema de PSYOPS, estos hechos inyectan una desesperación que conduce al ciudadano a renunciar a la demanda de derechos y a clamar por un orden autoritario inmediato.
Desde esta perspectiva, los crímenes de Florencio Varela no constituyen simples homicidios individuales: configuran un casus belli silencioso, un ataque directo y colectivo contra las capacidades nacionales. El narcoterrorismo y el caos no solo hieren a las víctimas inmediatas, sino que erosionan la capacidad estratégica de la Nación para alcanzar sus objetivos de largo plazo. Es una operación por demolición.
La crisis sanitaria, la deserción educativa y la fragmentación del tejido social impiden que el país pueda “seleccionar la materia gris” y formar los “músculos” que necesita entre toda su población disponible. Surge entonces una pregunta ineludible: ¿cómo recuperar las Malvinas, o proteger los recursos estratégicos del Atlántico Sur y la Antártida, si se está perdiendo a la generación llamada a cumplir esa tarea, devorada por la adicción y la violencia? El objetivo de esta guerra es precisamente ese: alterar y reducir las posibilidades de desarrollo futuro de la Nación, asegurando su vulnerabilidad y perpetuando su dependencia.
La trampa final: cuando el Estado se convierte en su propio enemigo
La consecuencia de esta desesperación es la trampa final de la guerra híbrida: la mayor amenaza reside en la reacción del propio Estado. Cuando el caos provocado por la droga y el crimen organizado alcanza un punto crítico, la sociedad, aterrorizada, clama por seguridad absoluta. Si el Estado ha fracasado en su Planificación Estratégica Anticipatoria (Prospectiva), su única opción es la respuesta reactiva y de fuerza: el establecimiento de un control social extremo.
Lo anterior se traduce en la militarización de las fuerzas de seguridad, la restricción de libertades civiles y la suspensión de derechos, todo bajo la justificación de “restablecer el orden”. Paradójicamente, al sacrificar libertades en nombre de una seguridad forzada, el Estado cumple con el objetivo último de la estrategia híbrida: se convierte en menos democrático, pierde legitimidad ante sus propios ciudadanos y consume sus recursos internos, al mismo tiempo que desvía la atención de la defensa frente a amenazas externas, que en el caso argentino se concentran en el Atlántico Sur, la Antártida y las Malvinas.
Defender la Nación antes de que empiece la guerra
Romper este círculo vicioso y asegurar la supervivencia institucional exige apostar a la prevención. La defensa estratégica contemporánea no radica en el aumento del gasto represivo ni en la confrontación visible, sino en la inteligencia proactiva: en la capacidad de usar la Prospectiva para detectar las grietas sociales antes de que se transformen en trincheras del enemigo.
Supone, también, aplicar la doctrina de la contrainsurgencia, que enseña que la única victoria duradera se alcanza preservando el apoyo y la confianza de la población en la solidez de sus instituciones.
La respuesta al “crimen colectivo” no es meramente policial, sino integral: invertir en educación, salud, nutrición y deporte no significa solo mejorar la calidad de vida individual, sino desplegar la verdadera política de defensa nacional. Esto demanda una visión de Estado que priorice la cohesión nacional a largo plazo por encima del rédito político inmediato que ofrece la represión.
La defensa final de la Argentina es, en definitiva, su fortaleza institucional y social, o –como algunos preferimos llamarlo– la construcción compartida de un destino común de futuro. Porque en la guerra híbrida del siglo XXI la patria no se defiende solo con cañones, sino con instituciones, memoria, comunidad y con la reivindicación y el fortalecimiento de nuestras capacidades nacionales.
- el autor forma parte de IDEAS ARGENTINAS