László Krasznahorkai nació en 1954 en Gyula, un pequeño pueblo del sureste de Hungría, muy cerca de la frontera con Rumania. Creció en una familia judía de clase media: su papá era abogado y su mamá trabajaba en la seguridad social. Desde chico mostró interés por los libros y el lenguaje, aunque en sus primeros años no parecía destinado a ser escritor.
Empezó estudiando Derecho en las universidades de Szeged y Budapest, pero después cambió completamente de rumbo: se pasó a Lengua y Literatura Húngaras, y ahí encontró su verdadera vocación. Su tesis la dedicó a Sándor Márai, un autor húngaro exiliado tras el comunismo, algo que ya anticipaba su propio interés por los temas del destierro, la soledad y la resistencia.
Mientras estudiaba, trabajó en una editorial —una experiencia que lo metió de lleno en el mundo literario. En 1985 publicó su primera novela, Sátántangó (Tango satánico), y ahora, 30 años después, levanta el Premio Nobel de Literatura, gracias a ella y al resto de su obra. ‘Tango satánico’, una obra posmodernista que relata los problemas de una granja colectiva en tierra de nadie, en la Hungría poscomunista, a lo largo de varios días lluviosos de otoño. Un libro con frases larguísimas, casi sin puntos, atmósferas apocalípticas y personajes que parecen vivir al borde de la desesperación.
Allí, unos pocos habitantes, atrapados, son los que van narrando la historia, cada uno desde su propia perspectiva, protagonizada por un estafador, Irimiás, que se presenta como profeta, el salvador del pueblo. Entre lo sombrío y lo cómico, ‘Tango satánico’ se ha convertido en un clásico que, en palabras del periodista inglés Theo Tait, está diseñado “para desorientar y desfamiliarizar”.
Nueve años después de su publicación, el director húngaro Béla Tarr convirtió ‘Tango satánico’ en cine. Rodada en blanco y negro y coproducida entre Hungría, Alemania y Suiza, tardó más tiempo en producirse de lo que Tarr habría querido: esperaba haberla adaptado después de su publicación, pero el clima político en Hungría se lo puso difícil. La peculiaridad de esta película radica en su duración: 450 minutos, siete extensas horas que, sin embargo, no le han traído malas críticas. Aunque en base a un número no muy elevado de reseñas, tiene una aprobación del 100% en Rotten Tomatoes y un 7,9 en Filmaffinity.
Luego a fines de los 80, Krasznahorkai decidió salir de la Hungría comunista. Se mudó a Berlín Occidental con una beca, justo antes de la caída del Muro. Ese cambio de aire lo marcó mucho. Después empezó a viajar por Asia —estuvo en Mongolia, China y Japón—, y esos viajes se filtraron en su escritura: lo llevaron hacia una mirada más filosófica, casi espiritual, sobre el caos del mundo moderno.
En los 90 también pasó un tiempo en Nueva York, donde vivió en el piso del poeta Allen Ginsberg mientras escribía Guerra y guerra. Esos cruces con otros artistas lo ayudaron a afianzar su perfil internacional, aunque él siempre se mantuvo lejos del ruido mediático.
Su estilo es intenso, denso y obsesivo: frases que se enroscan unas sobre otras, descripciones que parecen no terminar nunca y una sensación de que el mundo se está desmoronando pero aún hay algo que vale la pena —el arte, la belleza, la resistencia. Se lo suele comparar con Kafka o Thomas Bernhard, pero tiene una voz muy suya: mezcla ironía, desesperanza y una especie de fe mínima en que todavía se puede mirar el abismo y escribir sobre él.
Entre sus libros más conocidos están:
- Tango satánico (1985)
- La melancolía de la resistencia (1989)
- Guerra y guerra (1999)
- El barón Wenckheim vuelve a casa (2016)
- El último lobo y Relaciones misericordiosas, más breves pero igual de potentes.
En los últimos años ha ganado varios premios importantes: el Man Booker International (2015), el Premio Formentor de las Letras (2024) y ahora, en 2025, el Premio Nobel de Literatura, “por su obra visionaria que, en medio del terror apocalíptico, reafirma el poder del arte”.
Hoy vive casi aislado, en una casa en las colinas de Szentlászló, en Hungría, junto a su esposa Dóra Kopcsányi, una diseñadora gráfica experta en cultura asiática. Tiene tres hijos y sigue escribiendo a su propio ritmo, lejos de las modas, fiel a una literatura que exige paciencia, pero que recompensa con una profundidad pocas veces vista.