Camino seguido por la sombra larga de los plátanos, entre los murmullos de los pájaros y el eco de las facultades cercanas.
Avanzo, como tantas veces, por un sendero que no debería serlo: una calle que dejó de ser calle, que quiso ser peatonal, que intentó ser refugio del caminante, del ciclista, del perro suelto y del mate bajo los árboles. Una calle que se cerró para abrirnos espacio. Una calle que, sin embargo, terminó reabriéndose sin permiso, sin anuncio, sin ordenanza, casi sin darnos cuenta.
Como si la ciudad hubiese dicho “bueno… que pasen nomás”.
El Bosque y la costumbre del… “ya fue”
El Bosque de La Plata (nuestro pulmón que tantas generaciones adoptamos como propio) se convirtió en una metáfora perfecta de nuestra particular manera de convivir con la norma: la acatamos, la desoímos, la reinterpretamos, la dejamos caer.
Y cuando cae, la dejamos ahí, como si su derrumbe fuese una nueva forma de organización social. Acaso, un ordenamiento espontáneo, obra colectiva del desinterés.
Ahí están los bolardos amarillos, tirados desde hace años, convertidos en fósiles urbanos. No hablan, pero dicen: “Alguna vez esto estuvo cerrado”. Y también dicen “pero ya no”, Y así quedará”.
Esos macizos inmóviles funcionan como actas notariales de nuestro pacto tácito con la irregularidad: sabemos que deberían cumplir una función, sabemos que no la cumplen, y aun así seguimos caminando entre ellos sin demasiada alarma, como si fueran parte del paisaje natural, del humus, de la hojarasca.
La avenida 52 y el tránsito que no debería ser
La contradicción se vuelve todavía más evidente en el tramo donde la avenida 52 se cruza y toca lateralmente ese sector del Bosque, (luego se interrumpe, se reanuda, serpentea entre facultades y viejas estructuras del antiguo zoológico).
Allí donde alguna vez se instaló una barrera física (una suerte de “paso a nivel” urbano que debía bajar y subir solo en ocasiones excepcionales) hoy permanece, resignada, siempre abierta.
El sol del video que quise grabar para registrar lo que digo enceguece, pero no tanto como la evidencia: autos que circulan con total normalidad por un sector que, según la normativa vigente, debería estar cerrado al tránsito vehicular.
Y no se trata solamente de autos particulares (que, dicho sea de paso, tampoco deberían pasar por allí ) sino de algo más elocuente: autos escuela, vehículos de academias privadas donde los futuros conductores aprenden a manejar.
Y ahí están ellos: debutantes del volante, iniciados en la mecánica del embrague y la ansiedad del primer estacionamiento, circulando en un espacio que debería ser estrictamente peatonal.
No es ironía; es literalidad pura. Aprenden a conducir en un lugar designado para caminar.
Yo mismo lo veo: soy peatón habitual. Camino tranquilo, confiado en ese supuesto oasis sin tráfico… hasta que por mi derecha pasa un vehículo a 30 o 40 km/h. No rápido, es cierto; nunca tan rápido como en la ciudad. Pero ¿hace falta que sea rápido para convertir un error administrativo en un riesgo concreto? ¿Hace falta un accidente para recordar por qué existían esos bolardos?
La política del permiso tácito
No importa cuántos gobiernos hayan pasado: todos dejaron este sector del Bosque en estado de permiso tácito.
Nadie quitó formalmente la restricción, pero nadie la hizo cumplir. Un limbo normativo que se volvió ley de facto, demostrando que a veces el Estado legisla sin legislar, simplemente dejando que las cosas ocurran hasta que se transforman en “la nueva normalidad”.
Es el viejo mecanismo argentino donde lo provisorio se consolida, como una carpa que se arma por un fin de semana y termina viviendo décadas en el mismo lugar.
Como la reparación temporal que nunca se corrige. Como el alambre que soluciona para siempre. Como el semáforo que se pasa en rojo “porque no viene nadie”. Como el delivery que cruza así, mientras nosotros, resignados, ya ni levantamos una ceja.
La ciudad (y en particular este rincón del Bosque) funciona bajo la lógica del siga, siga: si algo cae y no lo levantamos, entonces ya no es caída, sino posición definitiva. Si algo debía estar cerrado y queda abierto, pasará a ser, tarde o temprano, una apertura convalidada por el uso. Y si el uso contradice la norma, pues será la norma la que se adapte al uso, no al revés.
Somos, tristemente, lo que permitimos
En este punto, culpar solo a las autoridades sería de una comodidad casi obscena. El problema es anterior y posterior, público y privado, de Estado y de ciudadanía.
Somos también nosotros, los que vemos y dejamos pasar; los que caminamos entre bolardos caídos como quien camina entre raíces de árboles: parte del entorno, nada que valga la pena reclamar.
La escena se vuelve casi literaria: esos 100 metros del Bosque donde conviven peatones, autos de escuela, bicicletas, perros, hormigas, deportistas, mate en mano, gente apurada para la facultad, turistas perdidos y vecinos resignados. Un microcosmos de nuestra pactada anormalidad.
Y aquí estoy, filmando, contando, señalando (como loco malo) lo mismo que cualquiera ve al pasar. Un periodista que usa ese espacio y que, al usarlo, confirma la anomalía.
Un peatón que podría indignarse, pero que también (con una honestidad incómoda) reconoce que ya forma parte del paisaje afectivo del lugar.
Lo permanente de lo provisorio
El Bosque de La Plata deja entonces de ser únicamente un parque. Pasa a ser un espejo. Un espejo amable, verde, lleno de vida; pero también un espejo que devuelve, sin suavizar, nuestra inclinación colectiva a permitir que lo irregular se vuelva costumbre.
La calle que no debería ser calle es apenas un capítulo más de una larga novela nacional: la de aceptar que las cosas funcionen como no deben funcionar, hasta que aprendemos a vivir con eso.
Quizás un día se levanten los bolardos. Quizás un inspector recuerde que existe una ordenanza. Quizás alguien decida cerrar la barrera que siempre está abierta. Pero, mientras tanto, el Bosque seguirá enseñándonos esta lección involuntaria: que somos, sí, lo que somos como somos… eso que somos.
Y que, mientras sigamos normalizando lo anormal, el paisaje urbano no será otra cosa que el reflejo exacto de nuestra propia paciencia con la desidia.

