No pasa nada. Y cuando no pasa nada durante tanto tiempo, empieza a pasar algo más grave, y es que se organiza la nada.
La negación como sistema
No hay escándalos porque ya no hace falta que los haya. El escándalo exige sorpresa, y la sorpresa murió por agotamiento. Nada sorprende cuando todo cae en simultáneo pero de manera prolija, ordenada y administrada.
No hay alarmas porque las alarmas sirven para incendios, y esto es una combustión lenta, limpia, casi elegante. No hay humo: hay estadísticas. Es como la rana en la olla, calentándose feliz, sin prever su futuro.
Números que no gritan
El consumo baja, el turismo se evapora, la industria se apaga sector por sector como un tablero eléctrico que alguien desconecta con paciencia.
Pero no pasa nada.
No hay comunicados urgentes, no hay cadenas nacionales, no hay renuncias intempestivas. Los números existen, pero no gritan. Y si no gritan, no cuentan como un verdadero problema.
La política sin dramatismo
En el Congreso Nacional no hay derrotas: hay votaciones previsibles. Nadie traiciona a nadie porque la traición implica lealtad previa, y esa jamás estuvo.
Los gobernadores acompañan (o hacen como si), los bloques ordenan, las leyes avanzan o se enfrían sin dramatismo.
No se cae nada: simplemente deja de estar en agenda. Lo que no se trata no fracasa.
La calle como decorado
Las protestas existen pero no pesan. Son transitables, esperables, calendarizadas, encapsuladas. No desbordan, no contagian, no se vuelven peligrosas.
La calle ya no es un actor, ahora parece más un decorado. El que grita no representa, el que canta no mide, el que corta molesta…pero no incide.
Todo está bajo control porque ya no hay expectativa de que algo se salga de control.
Hechos sin consecuencias
La justicia observa, pero no mira ni actúa. Hace que investiga, pero no avanza. Tiene tiempo. Siempre tiene tiempo cuando el poder no corre.
Los datos personales se filtran, los vínculos se exponen, las irregularidades se enumeran, pero no generan secuelas.
Nada tiene consecuencia. Y sin consecuencias, los hechos se vuelven anecdóticos, como lluvias fugaces de verano.
Un orden sin fisuras visibles
No hay internas serias. Hay diferencias estéticas, matices de forma, tonos distintos para decir lo mismo. Nadie rompe porque nadie necesita romper.
El orden no se sostiene por consenso: se sostiene por falta de alternativas. Nadie estalla contra nadie porque el estallido supone esperanza previa, y eso también se fue ajustando.
El malestar en silencio
El malestar existe, pero no coagula. Cada uno lo procesa en soledad, en voz baja, en la cocina de su casa o en la fila del supermercado.
No se convierte en relato colectivo. El que se arrepiente lo hace en silencio. El que duda, duda para adentro. El que pierde, pierde solo.
Así no se arma nada.
La pedagogía del miedo
El trabajo no alcanza, pero se agradece. El aguinaldo no llega, pero se espera. El miedo no paraliza: ordena.
Enseña rápido qué se puede decir, qué conviene callar, qué ironía no suma, qué chiste es peligroso. La supervivencia se vuelve una pedagogía eficaz.
Cultura sin incomodidad
Ni siquiera la cultura incomoda. La burla se digiere, la canción se neutraliza, la ironía se convierte en clip. Todo circula, nada perfora. El poder libertario está aprendiendo algo fundamental, y es que no hay que censurar, no hace falta, alcanza con dejar pasar. Que todo exista, pero que nada importe demasiado. Los medios y su silencio cómplice hacen el resto.
La caída imperceptible
Y entonces no hay castillos que se derrumben porque no se construyó ninguno. Hay un suelo que baja de nivel milímetro a milímetro. No se siente el golpe, no hay estruendo, no hay titulares desesperados. Solo un día te das cuenta de que estás más abajo y nadie sabe bien cuándo, cómo y por qué ocurrió.
No pasa nada. Eso es lo que pasa.

