Difundida por el propio vocero presidencial Manuel Adorni con tono triunfal, la escena se volvió viral en redes sociales: el equipo económico, con funcionarios trajeados, sonrientes y exultantes, celebra a los abrazos y saltos un nuevo acuerdo con el Fondo Monetario Internacional.
El contexto: el levantamiento del cepo cambiario, a cambio de un préstamo multimillonario que reinyecta deuda a la ya exhausta economía nacional. El telón de fondo: una sala de madera noble, con una pintura mural donde figuras campesinas parecen observar, mudas, el frenesí del presente. La imagen, sin quererlo, se volvió una obra de arte involuntaria. Y como toda obra potente, genera incomodidad.
Desde una perspectiva estética, la fotografía recuerda a una composición barroca: las manos alzadas, los cuerpos desbordados del marco racional del poder, y la luz blanca de los focos de techo que no alcanza a disimular el exceso.
No hay orden, hay júbilo. No hay austeridad, hay celebración. Es, en suma, un cuadro grotesco de exaltación desmedida frente a un hecho que, en términos estructurales, representa un retroceso más que un avance.
ANÁLISIS DE UNA CELEBRACIÓN
Si lo miramos desde una lectura filosófica, la escena es casi kafkiana. El Estado argentino, que ha tropezado una y otra vez con las piedras del endeudamiento externo, vuelve a rendirse al altar del FMI… y lo festeja.
Es como si Gregorio Samsa, convertido en insecto, celebrara su nueva forma ante el espejo. Hay algo de absurdo en la alegría del opresor asumido como libertador. Como escribió Nietzsche, “la locura en los individuos es rara, pero en los grupos, partidos y naciones, es la regla”.
Pero también hay algo profundamente contemporáneo en esta puesta en escena: el culto a la imagen, al instante viral, a la captura del momento.
El gobierno no solo celebra, sino que decide mostrarlo. Como si necesitara reforzar el relato: lo que se ve, se cree. Y en ese sentido, la escena remite inevitablemente a la película “El Lobo de Wall Street”.
La misma energía de manada desatada, de jauría de trajes gritando victoria en un entorno blindado al dolor del afuera. En el film de Scorsese, los brókers celebraban sus ganancias aun cuando el mundo que los rodeaba se caía a pedazos. Aquí, los funcionarios aplauden el regreso de la deuda mientras millones en el país no llegan a fin de mes. Como si la épica financiera hubiera reemplazado a la política.
EL MUDO MURAL COMO TESTIGO
También hay una dimensión simbólica poderosa en ese mural del fondo, casi fuera de foco, donde rostros de hombres y mujeres de pueblo parecen mirar sin intervenir. Son los únicos presentes que no sonríen. Son pintura, sí, pero también testimonio. Representan, quizás sin quererlo, al ausente de esta fiesta: el pueblo argentino. Ese que no accede al préstamo, que no participa del festejo, que no levanta la copa.
Podríamos llamar a esta obra accidental “La libertad endeudada”. Porque eso es lo que condensa: una celebración de la dependencia, una exaltación de la rendición, una orgía visual que transforma una decisión política discutible en una postal eufórica.
Pero a veces, como enseñan los grandes cuadros, hay que mirar más allá de lo que brilla en primer plano. Porque entre la euforia y el espanto, lo grotesco no está tan lejos del poder.