En el cementerio de La Plata el ruido empezó a sentirse antes de que llegue el cortejo. No era el silencio pesado de los entierros de película. Era otra cosa. Motores, cumbia a los gritos desde un parlante colgado de la luneta y un grupo de pibes que parecían más listos para un asado que para despedir a alguien.
En el medio de todo eso, el cajón de Tiziano Benjamín Videla, el chico del barrio San Carlos que había pasado más de un mes internado después de recibir tres tiros en una esquina donde, según cuentan los mismos vecinos, no se dan caramelos precisamente.
Dolor, ruido y presencia
No es necesario repetir quién era el “otro” involucrado ni los motivos. En el barrio todos lo saben y nadie lo dice. Una historia de esas que empiezan con un “vos sabés cómo es” y terminan como terminó.
Un ajuste, un cruce, un mal paso, un “esto se arregla entre nosotros”. Y se arregló. Con balas…
Pero la escena en el cementerio parecía querer contar otra versión. Una donde Tiziano era recordado como “el alma del barrio”, “el más bueno”, “el que siempre estaba para todos”.
En redes se leyeron dedicatorias tipo “Bola alto rey, siempre presente” (así escrito, sin corregir). Como si el dolor, al mismo tiempo, maquillara todo lo anterior.
Y ahí apareció el gesto final. Ese que ya se volvió casi un sello: la quema de la moto. La trajeron entre varios, como si fuera una especie de ofrenda a los dioses de la calle. La apoyaron cerca de la tumba y, sin ceremonia alguna, le prendieron fuego. Se escucharon gritos, abrazos, botellas levantadas y un par de tiros al aire, porque parece que el silencio, en ciertos ambientes, sólo existe cuando ya no queda nadie vivo para hacerlo respetar.
No hubo capilla sino mensaje ardiente
El fuego iluminó las caras. Algunos lloraban. Otros sonreían. Los más chicos miraban atentos, aprendiendo sin que nadie les explique. Como si ese fuera el manual.
Después vino la frase de siempre, esa que se dice sin pensar:
“Volá alto, Tizi.”
Y uno cree que lo dicen con amor. Y puede que sí. Pero también es cierto que, en muchos de estos velorios, volar alto no suena exactamente a ir al cielo. Suena más bien a seguir el mismo camino. Como si la moto ardiendo fuera una invitación y no una despedida.
El cortejo se fue como había llegado: haciendo ruido.
Atrás quedó el humo, la tierra movida y un nombre más para las pintadas de pared.
En San Carlos, al final, la muerte no cambia el cuento. Lo repite.

