“Es algo de ladrones” dijo sobre la Justicia Social. En la noche de este lunes, Javier Milei volvió a dejar una definición que excede por mucho lo estrictamente económico y que se interna dentro del terreno moral, cultural y humano.
Porque no fue en una conferencia institucional ni ante un auditorio plural, lo expresó en un escenario familiar para él como es la cena anual de la Fundación Faro, un “think tank” de derecha dura encabezado por Agustín Laje, convertido en uno de los principales espacios de elaboración ideológica del oficialismo libertario.
Ante empresarios, dirigentes y militantes alineados con su visión, el presidente lanzó esa frase que sintetiza su cosmovisión: “La justicia social es una cuestión de ladrones”. Por supuesto que no se trató de un exabrupto ni una reacción improvisada sino de una afirmación central, repetida muchas veces ya, y defendida como parte de lo que Milei denomina la “batalla cultural”.
Una cena, un mensaje
Durante su discurso, Milei planteó un escenario futuro en el que, según su diagnóstico, la economía comenzará a crecer producto del ajuste, y de la mano de la desregulación juntamente con el achicamiento del Estado.
En ese contexto anticipó, casi como un astrólogo, que las críticas no vendrán por la recesión actual sino por la desigualdad que ese crecimiento pueda generar.
Abriendo el paraguas a lo que vendrá, fue explícito: “¿Qué va a hacer el zurderío cuando la economía empiece a crecer? Van a decir que genera desigualdad”, dijo anticipandose a las críticas, cuando suceda lo que siempre ha sucedido en nuestro país cuando gobiernan las ideas que el expresa, defiende y sostiene. Ricos más ricos y pobres más pobres.
Para Milei, la desigualdad no constituye un problema social si es consecuencia del libre funcionamiento del mercado. Lo que rechaza de plano es cualquier intervención estatal orientada a corregirla.
Desde su mirada, los impuestos progresivos, los subsidios o las políticas redistributivas no son herramientas de equidad sino mecanismos de expropiación. Por eso completa su razonamiento con otra definición tajante: “Redistribuir es robarle a quien produce para beneficiar a quien no produce”.
“La justicia social es robo”
Milei busca construir un marco moral que legitime el ajuste permanente y deslegitime cualquier reclamo social. Como las armas de destrucción masiva argumentadas por George Bush para invadir Irak, o las actuales “narcolanchas” de Trump para justificar intervención en Venezuela. Necesitan que el gran público convalide acciones, que sin esas flagrantes mentiras verían como ilógicas, macabras, intervencionistas e inhumanas.
Al calificar la justicia social como un delito, el presidente libertario cuestiona políticas públicas concretas, y niega la legitimidad misma del objetivo. No propone reformular el concepto: propone eliminarlo del horizonte ético de la sociedad.
En ese esquema, el lenguaje cumple un rol central. El uso de términos como “zurderío”, “vagos” o “ladrones” no apunta al debate racional, sino a la deshumanización del adversario (asesinos, narcos, dictadores).
La pobreza deja de ser un problema estructural para convertirse en una responsabilidad individual. La meritocracia llevada al paroxismo, “¿sos pobre?…Te lo mereces”, “algo habrás hecho para no acumular riquezas”. La solidaridad, lejos de ser un valor, pasa a ser un vicio mentiroso de los gobiernos populistas.
Dicho desde la Presidencia de la Nación, este enfoque parece más que una provocación marginal. Da la impresión de ser una definición de poder que impacta directamente en la orientación de las políticas públicas y en la forma en que el Estado se vincula con los sectores más vulnerables.
La otra tradición moral
El contraste con la historia es contundente. En la Argentina, la justicia social forma parte del ADN político desde hace décadas.
Juan Domingo Perón la definía como “darle a cada uno lo que le corresponde”, mientras que Eva Perón la expresaba desde una ética visceral: “Donde hay una necesidad, nace un derecho”. No hablaban de eficiencia económica, sino de dignidad humana.
Más tarde, Raúl Alfonsín sostuvo que “la justicia social es una condición de la democracia”, entendiendo que sin igualdad de oportunidades la libertad se transforma en un privilegio para pocos.
Incluso líderes alejados del peronismo coincidieron en que una sociedad profundamente desigual es una sociedad inestable y moralmente fallida.
A nivel mundial, la distancia con Milei se vuelve abismal. Nelson Mandela afirmó tras décadas de lucha y prisión: “Superar la pobreza no es un acto de caridad, es un acto de justicia”.
Martin Luther King, símbolo universal de los derechos civiles, advertía: “La injusticia en cualquier lugar es una amenaza a la justicia en todas partes”.
Desde el plano religioso, la oposición es aún más explícita. El Papa Francisco, una de las figuras argentinas más influyentes de la historia a nivel global, siempre fue categórico: “La justicia social no es una ideología, es una exigencia del Evangelio”. Para el cristianismo, y para la mayoría de las religiones, la acumulación obscena frente al hambre no es mérito sino “pecado”.
También la cultura y el pensamiento humanista tomaron posición. Eduardo Galeano escribió: “La caridad humilla, la justicia social dignifica”.
Víctor Hugo, en el siglo XIX, ya advertía que mientras exista la miseria, la sociedad habrá fracasado moralmente.
Frente a ese consenso histórico, Milei queda parado en una lógica extrema donde los ricos aparecen como moralmente superiores y los pobres como sospechosos.
Su discurso, camuflado como económico, es profundamente insensible, porque elimina la empatía como valor social. Al negar y vilipendiar a la justicia social, también niega la idea misma de comunidad.
No se trata por lo tanto de una discusión técnica sobre déficit o impuestos. Es una definición de mundo. Y en el mundo que Milei propone, la solidaridad es delito, la desigualdad es virtud y el sufrimiento ajeno, un daño colateral aceptable.
Una visión que, comparada con las figuras más queridas y respetadas de la historia, no resulta rebelde ni novedosa, sino vieja, además de cruel y de peligrosamente elitista.

