La escena fue clara, directa y brutal. Mientras las fuerzas de seguridad avanzaban con escudos y gas pimienta sobre la manifestación pacífica de jubilados frente al Congreso, un equipo de periodistas de LN+ –el cronista Pablo Corzo y el camarógrafo Diego Pérez Mendoza– fue agredido en vivo por la Prefectura Naval Argentina.
Los golpes, empujones y la caída de la cámara fueron transmitidos en tiempo real. Pero lo que generó verdadero asco entre colegas no fue solamente la represión, sino la reacción posterior de quien conducía el programa en ese momento: la periodista Débora Plager.
Débora Plager y los periodistas disfrazados
En lugar de indignarse por la violencia ejercida contra sus propios compañeros, Plager optó por defender a la fuerza represora.
Como si priorizara su simpatía ideológica por el gobierno por encima de su oficio, minimizó los hechos y ensayó una justificación que escandalizó a buena parte del gremio: insinuó que muchos se “disfrazan” de periodistas para camuflarse entre la prensa y participar de las protestas, como si portar una cámara o un micrófono fuera motivo suficiente para sospechar de cualquiera.
Lo dijo con todas las letras y su mensaje fue inequívoco: “hay que discernir” entre verdaderos trabajadores de prensa y “otros” que no lo serían.
“Totalmente, lo que pasa es que yo decía hoy lo mismo, o sea, los propios manifestantes violentos que usan el escudo de prensa, ¿no? Eh, como o alguna cámara para, este… camuflarse, como periodistas… eh… sabiendo que no lo son, y bueno…después ponen riesgo a todos los demás compañeros“, fueron las textuales y vomitivas palabras de Plager.
Con esta línea argumental, Plager no solo puso en duda la legitimidad de quienes ejercen el periodismo desde el lugar de los hechos, sino que, peor aún, justificó la represión a quienes puedan parecer “sospechosos”.
¿Sospechosos de qué? ¿De protestar? ¿De tener una cámara? ¿De no estar en el estudio, como ella?
La escena culminó con una imagen escalofriante: uno de sus compañeros reducido en el suelo por un agente de seguridad con la rodilla en su cuello. Una postal que remite, inevitablemente, al asesinato de George Floyd en Estados Unidos que dio lugar al “Black lives matter”.
La periodista, lejos de solidarizarse o mostrar conmoción, siguió con su línea de pensamiento como si estuviera más incómoda por la imagen que por el hecho en sí.
PORTAVOCES, NO COMUNICADORES
La gravedad del momento no radica solo en la represión –que ya de por sí es alarmante cuando se dirige a manifestantes jubilados y trabajadores de prensa– sino en la transformación de algunos periodistas en portavoces no oficiales del poder.
El periodismo deja de ser una herramienta para interpelar, denunciar o acompañar a la sociedad cuando prefiere justificar los palos (a sus propios compañeros) antes que preguntarse por qué se dieron.
Y eso es lo que representó Plager con su actitud: la renuncia a la independencia, el abandono del compromiso ético, la traición a sus propios colegas por un puñado de frases políticamente correctas para la línea editorial oficialista que representa.
Lo que se vio el miércoles no fue nada más que una postal de represión. Fue también una muestra del periodismo convertido en vocero del poder, y de cómo ciertos micrófonos, cuando no “patean” la calle, terminan sirviendo para encubrir la violencia.