Vivo a tres cuadras del estadio de Estudiantes de La Plata, y cada vez que el equipo juega de local la zona se transforma en un hormiguero humano con bahos etílicos. Mucho antes de que el árbitro pite el inicio, las veredas ya están ocupadas por los inconfundibles “trapitos”, nuestros personajes marginales que se autoproclaman guardianes de autos y piden una colaboración —a veces voluntaria, a veces no tanto— a los hinchas que llegan en coches medianos o costosos.
La previa, los trapitos y el “vamos Pincha”
Horas antes del partido, ellos ya están ahí, botellas de cerveza o cajas de vino “tetra” en mano, coreando un entusiasta “¡Vamos Pincha!” para congraciarse empáticamente con los simpatizantes.
Nadie los necesita realmente, pero tampoco nadie se atreve a confrontarlos. Y, sin embargo, lo que más me llama la atención no es su presencia sino su ánimo: felices, eufóricos, gritando entre ellos, brindando un cariño desbordado a los hinchas como si fueran viejos amigos, con los clásico “fiera”, “maestro”, “capo” y “tigre” o “jefe”.
Curiosamente, los simpatizantes de Estudiantes suelen mostrarse más generosos que los de Gimnasia. Tal vez por pertenecer a un estrato económico más cómodo, o quizás por un miedo más refinado a las represalias. Lo cierto es que la escena se repite: una pequeña comunidad improvisada, unida por el alcohol, la música de fondo y la promesa de una propina.
La química del cariño (gracias Google e IA)
Intrigado, empecé a preguntarme qué hay detrás de esa euforia afectiva. ¿Cómo puede ser que el mismo vino que a algunos los vuelve violentos, a otros los vuelva hermanos del alma?
La respuesta, como casi todo, está en el cerebro.
El alcohol actúa como un depresor del sistema nervioso central, y una de las primeras áreas que “apaga” es el lóbulo frontal, encargado del control de impulsos, la regulación emocional y el juicio social.
Cuando esa región se adormece, bajan las inhibiciones: desaparece el filtro social y aparecen los comportamientos impulsivos, sean agresivos o afectivos.
A esto se suma el estímulo del sistema dopaminérgico mesolímbico, el circuito de recompensa. Allí el cerebro libera dopamina y endorfinas, generando placer, bienestar y una sensación de conexión con los demás. En otras palabras, bajo los efectos del alcohol, uno realmente siente que todo está bien, que el mundo es más amable y que las personas a su alrededor merecen cariño.
Pero eso no es todo: el alcohol también aumenta la liberación de oxitocina, la llamada “hormona del apego”.
Este cóctel químico produce un estado de hiperafectividad momentánea, en el que el cerebro busca fortalecer lazos sociales, aun con desconocidos. El resultado: frases como “hermano, como te quiero” que suenan exageradas, pero nacen de una autenticidad química más que emocional.
Entre el cariño químico y la necesidad humana
En los trapitos de la esquina de casa se condensa una mezcla extraña de marginalidad, supervivencia y afecto improvisado. Sus “vamos Pincha” y sus saludos efusivos no son sólo estrategias de empatía recaudatoria forzada: también son el reflejo de un cerebro bañado en dopamina, oxitocina y desinhibición.
Tal vez no sea del todo falso ese cariño callejero. Quizás, por unos minutos, la neuroquímica logra lo que la sociedad niega: hacer sentir a cualquiera parte de algo. En esas horas previas al partido, cuando el vino todavía calienta el pecho y la pelota aún no empezó a rodar, el barrio se convierte en un experimento social y biológico a cielo abierto.
Ahí, entre trapitos y dopamina, entre el rugido de la hinchada y el eco de los gritos de esquina a esquina, el afecto etílico cobra sentido: es fugaz, sí, pero por un rato nos convence de que todos son hermanos. Aunque sea hasta el próximo partido.