Una relato en Twitter que incluye la venta ambulante en trenes, los aplausos en las playas y otras tradiciones nacionales, provocaron risas y emoción, además de melancolía, y revalorización del ser argentino.
Uriel de Simoni, un joven escritor radicado desde hace un tiempo en Reino Unido, relató con su excelente “pluma” una anécdota que le sucedió en su nuevo país, y contó como logró sorprender a su audiencia real, pero también pudo hacerlo con la virtual, porque una vez subida la historia a la red social, consiguió conmover hasta las lágrimas tanto a otros argentinos emigrados, como a los que se mostraron estremecidos, incluso sin haber atravesado nunca las fronteras del país.
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Es que su exquisita narración logra tocar una fibra de argentinismo que permite valorar un hecho (de tantos), que por su costumbre y habitualidad, suele pasar desapercibido o hasta normalizarse como si lo mismo sucediera en cualquier rincón del planeta.
El hecho al que Uriel de Simoni se encargó de detallar en su historia contada a través de una anécdota de su vida social, fue referido a la costumbre argentina de aplaudir en las playas ante un niño perdido.
Tal normalizada actitud social argentina sorprendió a su pequeña audiencia internacional en una reunión de compañeros y amigos en la previa de alguna navidad del Reino Unido, y él la pormenorizó de manera magistral.
Este es el relato que conmovió a miles. Lleva algunos pocos minutos leerlo. Pero valen la pena:
No hace frío ni calor. Papá diría en tono de chiste que hacían cero grados. Papá diría, pero papá no está. Papá no está porque estoy lejos. Estoy a más de 15 mil kilómetros de papá contando qué hacemos y qué no hacemos en mi país.
La comida está servida en bandejas de plástico con celofanes arremangados sobre una mesa ratona de diseño. La decoración es navideña, pero todavía no es navidad. Faltan algunos días para Navidad y misteriosamente no hace ni frío ni calor.
Somos varios, pero esta vez la palabra es mía. Si hubiese un micrófono lo estaría sosteniendo. Y soy gracioso, calculo que porque no juego de local y mi acento no es perfecto. Soy sudamericano. Incluso peor, soy argentino, así que el acento no es acento para mí, pero sí es acento para el resto de los acentos.
Hablo de lo que sé. De lo que conozco y el resto escucha. A veces siento que necesito la atención de otros para sentirme mejor conmigo mismo. Esta noche es una de esas situaciones.
Tengo su atención, me muevo casi nervioso entre un Papá Noel escalador que cuelga del techo y uno de los tres árboles de navidad que hay en la casa.
Si hablo es porque me dieron la palabra y para que me den la palabra, tuvieron que hablar varios antes.
El secreto es siempre mantener el hilo de la conversación o citar a los que ya hablaron antes. Si conecto desde ese lugar, voy a generar empatía, me digo. Pero no es mi idioma, me digo.
Tengo tela para cortar. Existen los vendedores de los trenes.
Un “lleve lo que quiera en la comodidad no siempre cómoda de la vuelta a casa”. Y cuento en acento británico-argento que en el Roca se pueden comprar candados, cuchillos, grasa de iguana y chocolate “Hamler”. Se ríen.
Y digo que se venden CDs con dos millones de canciones por 50 pesos. Mezcladitos de los peores videos del reggaeton en formato mp4. Se ríen. Son míos. Pero necesito un remate perfecto. Hasta ahora, vengo exponiendo un anecdotario de la normalidad, del día a día.
Citar a los que ya hablaron. Antes de mí y mi país, hubo otra oradora, Equis. Una oradora que contó su viaje a Mallorca con sus cuatro hijas pequeñas. Una oradora que contó cómo 50% de alcohol y 25% vacaciones y 25% celular terminaron por perder a la más chiquita en la playa.
“Y nuestras playas”, digo, “nuestras playas son un asco, no están buenas como las de Mallorca”. Señalo a Equis.
Y pregunto en englishñol: “Vos, Equis, ¿cómo hicieron para encontrar a la nena?”.
Horas tardaron en encontrarla. Policías, bomberos, el Papa. Bueno, el Papa no.
Pero que se movilizó la ciudad completa, se movilizó la ciudad completa. Me llama la atención que en el primer mundo sean tan poco efectivos, que no tengan un sistema. Y veo una oportunidad. Un hueco.
Y digo, “¿y no aplaudieron?”.
-¿Aplaudir? ¿Para qué?
-En Argentina, en nuestras playas, cuando hay un nene perdido, un tipo se pone a aplaudir. Después dos. Tres. Diez. Toda el ala este de la playa. La playa entera.
Y empieza la magia. Ojos abiertos. Silencio y mi voz. No hay mejor historia que una real. Y mejor.
Una que conozco como la palma de mi mano.
-Entonces el tipo que empieza a aplaudir pide ayuda al guardavidas o se carga el pibe al hombro y entra a caminar. La playa entera aplaudiendo hasta que el boludo del padre, en este caso vos, Equis (acá deberían sonar risas grabadas), se da cuenta de que le falta una bendición mientras se limpia la manteca y la cerveza de la comisura de los labios.
Ojos más que abiertos. Abiertos como para que los globos oculares les salten y salgan rodando.
Y Equis Dos abre la boca. Lo miro, sé que tengo que dejarlo hablar. Y dice mostrando todos los dientes: ¡Eso es espectacular! Y la carcajada nerviosa es general.
Nerviosa porque los llevé a todos al Museo Playero de Arte Moderno, donde cada obra que ven los lleva a pensar “mierda, cómo no se me ocurrió eso a mí?”
¡Eso es espectacular!, repite.
Lo es. Mi país es espectacular.
Podemos estar ubicados terceros en cuanto al “nivel de mundo”, pero mi país es espectacular. Nuestros trenes no llegan a tiempo y chupamos todos agua verde de una bombilla.
La política es un quilombo y nos encanta quejarnos, pero mi país es espectacular, porque al menos no se nos pierden los pibes en la playa.
A esta altura los ingleses tienen una imagen mental clarísima de una playa entera a los aplausos.
La imagen mental del tipo cargando el pibe en los hombros. Del padre o la madre. De la desesperación. Se ríen. Demasiado, para mi gusto. Se ríen demasiado. Lágrimas.
Me digo que sí, que si lo veo de ese lado es casi surreal al punto de la risa. Risas que hacen doler la cara.
Lágrimas y un aplauso. Otro. Aplausos en toda la casa. Ingleses aplaudiendo. Ingleses aplaudiendo y ningún chico perdido. Gracias al cielo.
Gracias por leerme, comentar, compartir; y gracias a Eduardo por ir a buscarlo a Juan Cruz.
Los amo.
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