En la Argentina republicana —esa que antes era leimotiv de muchos y ahora intenta sostenerse entre decretos, gritos y discursos de furia— hay principios que no se negocian. Uno de ellos es la división de poderes, consagrada desde el artículo 1° de la Constitución Nacional: el Estado argentino adopta para su gobierno la forma representativa, republicana y federal.
La palabra “republicana” implica algo tan básico como que ningún poder puede avasallar a otro. Ni siquiera el Presidente, quien únicamente encarna al ejecutivo.
Por eso la frase que pronunció Javier Milei ante Majul este domingo por la noche —“Soy el primer Presidente que tomó la decisión de que Cristina Fernández de Kirchner vaya presa”— no es solo un exceso verbal. Es, en términos jurídicos y políticos, una confesión de intromisión directa en el Poder Judicial. Una admisión de haber influido en una decisión que, por mandato constitucional, sólo pueden tomar los jueces.
El Presidente que decide quién va preso
El abogado Gregorio Dalbón no dejó pasar el gesto: presentó una denuncia penal por abuso de autoridad, amparada en el artículo 248 del Código Penal, que sanciona con prisión e inhabilitación a los funcionarios que dicten o ejecuten actos contrarios a la Constitución.
El argumento es claro: si un presidente se adjudica la capacidad de mandar a alguien a prisión, está cometiendo un acto prohibido por el artículo 109 de la Carta Magna, que le impide “ejercer funciones judiciales ni arrogarse el conocimiento de causas pendientes”.
Lo preocupante no es solo la frase, sino lo que implica en términos institucionales: un jefe de Estado que públicamente reconoce haber incidido en un proceso judicial admite, sin rodeos, que la Justicia dejó de ser independiente.
Un eco del lawfare que vuelve
La palabra “lawfare” —la guerra judicial— fue usada hasta el cansancio por el kirchnerismo para denunciar persecución política a través de tribunales complacientes. Lo que Milei dijo, sin querer o queriendo, es que esa guerra no era un invento. Que efectivamente hubo decisiones políticas detrás de causas judiciales. Que, en su visión, fue él quien “decidió” la suerte judicial de Cristina Kirchner.
En cualquier república moderna, semejante afirmación alcanzaría para iniciar un juicio político, quizás aquí también. No hace falta estar de acuerdo con Cristina ni comulgar con su pensamiento: alcanza con defender el principio básico de que nadie puede ser condenado por decisión de un presidente. Ese es el corazón del Estado de Derecho.
Milei, al presentarse como protagonista de la condena de una opositora, destruye ese principio y se coloca por encima de la Justicia. Lo hace, además, en un contexto donde su gobierno muestra a cada momento reiteradas señales de desprecio hacia los contrapesos institucionales: descalifica a legisladores, desoye a la Corte, y gobierna por decretos con una facilidad que asusta.
La denuncia de Dalbón, más allá de sus chances procesales, vuelve a poner sobre la mesa un debate que parece olvidado: ¿puede la Argentina seguir llamándose república si su propio Presidente admite que decide quién va preso y quién no?
La República en riesgo
En la historia argentina, los momentos más oscuros comenzaron siempre con frases que parecían meras provocaciones. La de Milei, en cambio, es una sentencia sobre el presente.
No es solo un error de comunicación: es la verbalización de una forma de ejercer el poder que desprecia los límites constitucionales y celebra la impunidad del mando.
La división de poderes no es un capricho jurídico, sino el dique que impide que un país se convierta en un feudo.
Cuando el Ejecutivo se arroga facultades del Judicial, lo que se erosiona no es una figura política: es el cimiento mismo de la república.
“Soy el primer Presidente que decidió que Cristina vaya presa” no es una gesta libertaria ni un golpe de efecto mediático. Es una confesión de autoritarismo. Y en cualquier Estado serio (podría agregarse “con gente de bien”), esa sola frase alcanzaría para que se enciendan todas las alarmas.
Porque si un presidente se siente juez, ya no hay justicia. Y si la Justicia obedece al presidente, ya no hay República.