A casi siete meses de la represión policial frente al Congreso que dejó al fotógrafo Pablo Grillo con secuelas neurológicas irreversibles, la Justicia Federal procesó sin prisión preventiva al cabo primero de Gendarmería Nacional, Héctor Jesús Guerrero, por lesiones gravísimas y abuso de armas agravado. La jueza María Servini consideró probado que el efectivo disparó fuera de protocolo y con dolo eventual, aceptando el riesgo de provocar un daño irreversible.
La resolución judicial confirma lo que desde el primer día denunciaron la familia, colegas y organismos de derechos humanos: no fue un accidente, fue represión. Sin embargo, el Gobierno nacional nunca asumió la mínima responsabilidad política. Desde el Ministerio de Seguridad, Patricia Bullrich defendió el accionar de las fuerzas, justificó los disparos y hasta se permitió sembrar sospechas sobre Grillo, a quien distintos funcionarios tildaron de “militante kirchnerista” antes que de periodista. Desde entonces, silencio absoluto.
Cómo fue el disparo que casi lo mata
El expediente judicial reconstruyó el hecho con precisión. A las 17:18 del 12 de marzo, Guerrero disparó una pistola lanza gases calibre 38 mm desde la esquina de Hipólito Yrigoyen y Solís, a unos 47 metros de donde se encontraba Grillo. El cartucho atravesó una barricada en llamas y golpeó de lleno la cabeza del fotógrafo, que estaba de cuclillas tomando imágenes. Las pericias médicas confirmaron una fractura expuesta de cráneo, hematomas subdural y epidural y lesiones que pusieron en riesgo su vida. Guerrero fue identificado por su casco con la inscripción “Picha” y su uniforme caqui, distinto al del resto del grupo, así como por videos y fotos de la represión.
El informe de peritos y del Cuerpo Médico Forense fue concluyente: el disparo se realizó en línea recta y de forma antirreglamentaria, cuando el manual del arma indica que debe ejecutarse en ángulo oblicuo hacia el suelo, entre 30° y 45°, para evitar daños graves. La jueza destacó que Guerrero no era un novato, sino un instructor de tiro con más de diez años de servicio, lo que agrava su responsabilidad. Se comprobó que ese día efectuó al menos seis disparos horizontales, todos en dirección a los manifestantes.
En su declaración indagatoria, el gendarme alegó que actuó conforme al manual y que “jamás tuvo intención de herir”. Pero la Justicia fue clara: actuó con dolo eventual, es decir, sabía que podía causar un daño grave y aun así disparó. Por eso, Servini lo procesó por lesiones gravísimas agravadas por abuso de función en carácter de miembro de una fuerza de seguridad y abuso de armas agravado, en concurso real. Le trabó un embargo por $203 millones, le prohibió salir del país y le impuso la obligación de presentarse periódicamente ante la autoridad policial.
El procesamiento también ordena una nueva pericia médica sobre las secuelas de Grillo, quien sigue internado en el Hospital de Rehabilitación Rocca. Según su familia, su recuperación “es lenta pero sostenida”, aunque el diagnóstico continúa siendo deterioro cognitivo severo. Pablo apenas puede alimentarse con asistencia y no logra responder preguntas simples. “Mi hijo dejó de ser el mismo”, había dicho su madre en una carta pública dirigida a la jueza.
Mientras la causa avanza y la Justicia confirma que el disparo fue irregular, peligroso y evitable, el silencio oficial resulta ensordecedor. Ningún funcionario pidió disculpas, ningún responsable político fue citado a dar explicaciones. La ministra Bullrich sigue en su cargo y el Gobierno optó por mirar hacia otro lado, como si a Pablo Grillo no lo hubieran casi matado por hacer su trabajo.
El procesamiento del gendarme Guerrero representa un paso en la búsqueda de justicia, pero no alcanza para cerrar la herida. La impunidad política sigue intacta, y con ella el mensaje peligroso de que en Argentina se puede reprimir, disparar y silenciar sin consecuencias. Porque lo que le hicieron a Pablo Grillo no fue un exceso, fue una decisión: la de disparar contra la prensa y contra el derecho a protestar.