“Yo ya perdí, no voy por ninguno de los dos!” Se acerca la fecha clave y es cada vez más fácil distinguir a los ciudadanos incomodados por este viejo invento francés que, justamente, busca interpelarlos a ellos, a los ausentes de la gran final. Es que el balotaje se inventó para incomodarlos, en tanto todo el sistema necesita ahora de su energía legitimante para oxigenar un nuevo ciclo presidencial.
Vayamos por partes: hay una coincidencia generalizada que lo más rico para enseñar de nuestra Constitución Nacional es su caudal de derechos, acervo de beneficios progresivos y expansivos que nos enorgullecen; pero como todo en la vida, nuestro sistema también tiene su contracara, las obligaciones constitucionales que explican que el sistema entero pueda funcionar. Ese no tan popular lado B de nuestro código de vida social lo componen tanto el pago de tributos, como la educación y la vacunación básica de nuestros hijos, la obligatoria participación como testigos o jurados, y varios etcétera, que pueden llegar incluso -vade retro- a tomar las armas para defender la patria.
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Pero particularmente en lo político, nuestro sistema constitucional nos exige ciertas actividades obligatorias: ser autoridad de mesa -de ser convocados- o, más universalmente, participar de las elecciones mediante el voto. Y, además, nuestra Constitución respira también deberes que no son explícitos ni conminatorios pero que hacen a conductas accesorias de aquellas obligaciones y que hacen correcto funcionamiento del sistema político todo.
Particularmente frente a un excepcional balotaje (el segundo a realizarse en nuestra historia), corresponde desmitificar constitucionalmente algunas acepciones incorrectas o imprecisas, a saber: no es una instancia de desempate para presidente, y para ello basta recordar el último balotaje del 2015, donde quien al final perdió antes había triunfado por más de un millón de votos en la primera vuelta. Es que no hay empate cuando hay más de un voto de diferencia, lo que hay es una insuficiencia legitimante. En un modelo presidencialista como el nuestro, la Constitución entiende muy riesgoso entregarle el poder a un candidato con sólo un tercio (o menos) de los votos positivos, como ocurriría si directamente se consagrara al más votado en las elecciones generales del mes pasado, menos aún al segundo.
Por eso, el balotaje no es ni siquiera propiamente un acto puramente electoral, sino más bien uno de legitimación de origen, una necesaria y seguramente incómoda interpelación a quienes no gustan de los dos candidatos supervivientes. Así que, a contramano de quienes no gustan salir de su zona de confort, este tercer acto comicial federal virtualmente apunta a pedirles una decisión afirmativa justo a esos votantes “perdedores” (aunque en todo sistema democrático, nunca los hay): la segunda vuelta está pensada para incomodar al tercio de argentinos cuyos candidatos quedaron fuera de aquella, para los que está claro que no es una instancia de opción, sino meramente de molesto y maniqueo apoyo.
Metafóricamente nuestro sistema nos interpela cual aquella azafata con el menú: es pollo o pasta, en este vuelo ya no importa cuál otro menú nos hubiese gustado. Y está claro que si a gran parte de esos interpelados los angustia elegir entre tan magras opciones, hay detrás un claro déficit en nuestro esquema representativo. Pero hoy, justo hoy, las reglas vigentes son claras: simplemente hay que decidir entre lo existente, pues no alimentarnos dentro del corto menú disponible sólo nos debilita. Por eso es relevante señalar que “para el balotaje” no son atinadas constitucionalmente terceras opciones (votar en blanco o en forma inválida, excusarse de sufragar, y cualquier otra vertiente individual de rechazo a las opciones vigentes), pues podrán o no ser alternativas lícitas, pero no son sistémicas. Incumplen el sentido constitucional de legitimar al nuevo presidente, quien será elegido, con o sin nuestro apoyo, pero con menos dosis de gobernabilidad ab initio.
En este punto, es trascendental y es el sentido de divulgación académica de este artículo, pues devela que es una falacia la presunta disyuntiva entre ser protagonista o ser espectador de un viaje sin piloto o con un piloto raquítico. El sistema constitucional desde 1994 nos pide a los ciudadanos que carguemos nuestra simbólica energía democrática sobre alguno de los dos finalistas para que emprenda el periplo de gobierno tetranual. Nuestro voto legitima y energiza un trayecto que difícilmente pueda cumplirse sin esa catapulta del balotaje: alguien se animaría a cruzar el océano sin antes llenar el tanque de combustible?
Respecto al destino del voto afirmativo, hay se abre un escenario de máxima subjetividad, pues claro que no todo es lo mismo. Borges narró en “El jardín de los senderos que se bifurcan” la recurrente disyuntiva de construir universos paralelos con cada decisión: nunca más actual, pues visualizar los múltiples escenarios que se abren por tomar una de las dos puertas que ofrece la instancia del balotaje es toda una aventura dialéctica. “Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen…. pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo. En otro, mi amigo.”
Ahora, Borges jamás ve al protagonista abstenerse de escoger, siempre sus universos se construyen desde la acción, desde la decisión de avanzar en la historia y no simplemente escaparse de ella. Volviendo a nuestro presente de definición inminente, sólo nuestra participación positiva nos legitimará en nuestro futuro rol de ciudadanos demandantes de rendición de cuentas por las promesas no cumplidas. Y como constitucionalistas no podemos sino confiar que nuestra república funcionará para compensar los desvíos.
En definitiva, no es desempate, ni tirar la moneda, ni definir por penales, ni quedarse con el menos paupérrimo. Menos aún escudarse en escapismos ante una interpelación constitucional seguramente incómoda para ese tercio de indecisos. Es que el constituyente así ha diseñado la garantía del inicio vigoroso de una etapa nueva, sin excusas válidas posteriores de insuficiente energía básica para encarar medidas concretas de gestión. El avión republicano argentino vuelve a despegar, y siempre estamos arriba inexorablemente, pero pese a que no conduzca nuestro piloto preferido, tenemos una inminente y única disyuntiva: seremos pasajeros o seremos lastre?
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