La historia del triple crimen que estremeció a Florencio Varela sumó en las últimas horas un capítulo decisivo. Mientras la Justicia argentina avanza para traerlo al país, la defensa de Tony Janzen Valverde Victoriano, alias “Pequeño J”, libra una carrera contrarreloj desde Perú para evitar su extradición. El argumento es tan contundente como polémico: aseguran que, si pisa suelo argentino, su vida corre peligro.
El joven peruano, señalado como uno de los nombres clave detrás del asesinato de Brenda del Castillo, Morena Verdi y Lara Gutiérrez, permanece detenido en una cárcel de máxima conflictividad, a la espera de una definición judicial que podría cambiar el rumbo de la causa. “El Estado peruano tiene la obligación de protegerlo”, sostuvo su abogado, Marcos Sandoval, al advertir sobre el clima de tensión que rodea al expediente en la Argentina.
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El horror salió a la luz el 24 de septiembre, cuando tras cinco días de búsqueda desesperada, los cuerpos de las tres amigas aparecieron enterrados en el fondo de un pozo, en el patio de una vivienda del conurbano bonaerense. La escena fue brutal: las jóvenes habían sido torturadas, golpeadas y asesinadas, en lo que los investigadores describieron como un mensaje mafioso.
Desde el inicio, “Pequeño J” quedó bajo la lupa. Con apenas 20 años, fue vinculado al narcotráfico y señalado como quien habría ordenado el crimen, aunque no ejecutó los disparos. Con el avance de la investigación, surgió un escalón superior en la estructura criminal: un hombre conocido como “Señor J”, presunto jefe de la organización y verdadero autor intelectual del triple asesinato.
La caída de Valverde Victoriano fue cinematográfica. Intentaba huir oculto en un camión cargado con pescado cuando fue interceptado en la Panamericana Sur, en Perú. El rastreo de su teléfono celular fue clave para ubicarlo. El operativo fue conjunto: Policía peruana, fuerzas bonaerenses e Interpol. Al ser detenido, lanzó una frase que aún resuena en la causa: “Me están echando la culpa, no matamos a nadie”.
Un audio enviado a su pareja terminó de sellar su destino. En ese mensaje admitía estar “corrido”, escondido y lejos de su casa. Para los investigadores, fue la prueba que confirmó su fuga y permitió cerrar el cerco. A eso se sumó un video inquietante: cámaras de seguridad lo mostraron días antes del crimen junto a Lara Gutiérrez en un local de comidas rápidas, dejando en evidencia que tenía contacto directo con al menos una de las víctimas.

Hoy, “Pequeño J” sobrevive tras los muros del Penal de Nuevo Imperial, en Cañete, una cárcel marcada por el hacinamiento extremo y la violencia cotidiana. Diseñada para poco más de mil internos, alberga casi el doble. Allí permanece en un pabellón preventivo, bajo custodia, mientras la Corte Suprema peruana analiza si será entregado a la Argentina.
La definición es inminente. Si la extradición se concreta, el principal sospechoso del triple crimen deberá enfrentar a la Justicia argentina por uno de los casos más escalofriantes de los últimos años. Si no, el expediente quedará atrapado en una disputa judicial internacional, con un trasfondo tan oscuro como la trama criminal que terminó con la vida de tres adolescentes.
LA SIMILITUD CON PABLO ESCOBAR
El temor que hoy expone la defensa de “Pequeño J” tiene un antecedente histórico que marcó a fuego al narcotráfico en América Latina: Pablo Escobar. El capo narco colombiano convirtió la extradición en su peor pesadilla y en el eje de su guerra contra el Estado. Para Escobar, ser enviado a Estados Unidos equivalía a una condena a muerte en vida: aislamiento extremo, pérdida total de poder y la certeza de no volver a ver a su familia. Bajo el lema “preferimos una tumba en Colombia antes que una cárcel en Estados Unidos”, ordenó atentados, secuestros y asesinatos para frenar cualquier acuerdo de extradición.


