En el corazón de Lobos, entre árboles centenarios y caminos de campo, se levanta una construcción que parece salida de un cuento europeo. Con tres plantas, salones de lujo, tapices, espejos dorados y una torre vigía, el castillo de Tiburcia no es solo una joya arquitectónica: es el legado de una mujer que decidió responder al desprecio con silencio, ostentación y piedra eterna.
La protagonista de esta historia fue Tiburcia Domínguez, quien en 1831 se casó con Salvador María del Carril, primer vicepresidente argentino y uno de los juristas más influyentes del siglo XIX. Lo que comenzó como un matrimonio prometedor se convirtió en una relación marcada por el escándalo y la humillación. El desenlace fue tan dramático como único: un castillo como símbolo de independencia y un mausoleo que todavía en Recoleta recuerda el rencor de una mujer herida.
Un matrimonio de poder: lujos, humillación y venganza
Salvador María del Carril era dieciséis años mayor que Tiburcia cuando la desposó en Montevideo, durante su exilio político en tiempos de Juan Manuel de Rosas. Ella tenía apenas 17 años, tuvieron siete hijos, una mujer y seis varones, y los primeros 25 años de matrimonio transcurrieron en calma. A pesar de las dificultades económicas iniciales, con el tiempo llegaron la estabilidad y los lujos, gracias a herencias y a las alianzas políticas del jurista con Justo José de Urquiza.
Pero lo que parecía felicidad terminó en tragedia íntima. A Tiburcia le gustaban las joyas, los vestidos y el buen vivir, algo que chocaba con la austeridad férrea de su marido. El punto de quiebre llegó cuando Del Carril publicó un aviso en el diario La Tribuna aclarando que no se haría responsable de las deudas de su esposa. Aquella exposición pública fue una humillación imperdonable.
Desde ese momento, Tiburcia tomó una decisión radical: nunca más volver a hablarle a su marido. Vivieron en la misma casa durante más de veinte años sin dirigirse la palabra. El silencio se volvió leyenda.
La construccion de una venganza póstuma
Cuando Salvador murió en 1883, Tiburcia no derramó lágrimas. Preguntó cuánto dinero había dejado y con esa fortuna concibió su venganza. Mandó a construir en Lobos un palacio monumental y ordenó levantar en Recoleta un mausoleo con dos estatuas: la de su esposo mirando hacia el sur y la suya propia de espaldas, “No quiero mirar en la misma dirección que mi marido por toda la eternidad”, dejó escrito en su testamento.
Para levantar su residencia en la estancia La Porteña, Tiburcia contrató al arquitecto francés Alberto Fabré. El castillo fue inaugurado en 1895, el día de su cumpleaños número 89, con una fiesta fastuosa. La mansión tenía salones de recepción, una biblioteca refinada, capilla privada y habitaciones para decenas de invitados.
El parque que rodea el palacio fue obra del célebre paisajista Carlos Thays, con más de 240 especies de árboles. Cada 14 de abril, la anfitriona celebraba su cumpleaños con banquetes que se extendían varios días. Invitados de la alta sociedad llegaban en un tren especial hasta Lobos y, desde allí, carruajes los trasladaban hasta la puerta del castillo.
El interior deslumbraba con arañas de cristal, tapices franceses y enormes espejos que multiplicaban el brillo de las velas. El lujo contrastaba con el carácter de su dueña, que seguía cultivando el enojo hacia su difunto esposo. Mientras en Recoleta sus estatuas quedaban enfrentadas para siempre, en Lobos la viuda organizaba fiestas que se transformaron en símbolo de la opulencia de fin de siglo.
Te odiaré aunque la muerte nos separe
Tiburcia Domínguez murió en 1898, a los 92 años. Dejó como herencia un castillo que todavía se mantiene en pie y que sigue perteneciendo a la familia. Su acceso es limitado: es propiedad privada y sus dueños eligen mantenerlo lejos de las miradas curiosas.
Detrás de los muros del llamado Castillo del Silencio late aún la historia de amor, humillación y venganza más insólita de la provincia de Buenos Aires. Una construcción que materializa el profundo odio que Tiburcia sentía por el hombre que la humilló públicamente y al que además le aseguró una eternidad de desprecio con la construcción de un mausoleo en el que le da la espalda para siempre.