Corría 1971 y la provincia de Buenos Aires vivía entre el perfume del hippismo y el olor a naftalina de una sociedad que se resistía a cambiar. En ese clima, el programa “Qué piensan los argentinos”, conducido por Simón Stolar y un joven Andrés Oppenheimer —sí, el mismo que hoy lleva tres décadas al frente de un segmento de opinión y entrevistas en la CNN desde Estados Unidos— salió a la calle con una pregunta sencilla: ¿qué piensan de los hippies?
ARCHIVO DESOPILANTE
La pieza, rescatada por el Archivo RTA, se tituló La invasión hippie. En ella, los cronistas recorren Bahía Blanca y La Plata para tomar el pulso de la clase media y trabajadora ante un movimiento que venía a cuestionarlo todo. Aunque uno de los periodistas pronunciaba la palabra con un dejo local —“ipi”, decía, con ese seseo tan setentoso—, la curiosidad por los muchachos de pelo largo y flores en la cabeza era genuina.
En La Plata, el micrófono se paseaba por la estación de trenes, el Pasaje Dardo Rocha, el hipódromo y alguna que otra vereda donde los jóvenes fumaban y charlaban en ronda. Se escucha el murmullo de las avenidas todavía menos transitadas, y las respuestas salen con ese tono educado, de colegio normal y voz medida, propio de una generación que aún tuteaba poco.
“Para mí son vagos, señor —dice una señora con peinado alto—. No quieren trabajar, andan sucios y hacen el amor en la calle”, comenta con indignación.
Otro entrevistado agrega, con cierto humor involuntario: “Bueno, en realidad yo apoyo a ellos… no a los hippies, sino al cabello largo, digamos así. En algunos les queda muy bien, en otros lamentablemente no puede ser así”.
En Bahía Blanca, el acento sureño se nota en cada respuesta. Una chica, tímida, dice: “A mí me gusta cómo se visten… son libres, ¿no? Yo quisiera ser así”. Otro hombre, de apellido Brusa, ligado al deporte reflexiona sobre la disciplina: “Si un chico jugara muy bien al básquet, tendría que adaptarse al sistema que tenemos… muy modernos, un poco pasado de moderno. Si él no se adapta, no podría estar con nosotros y tendría que estar donde corresponde”.
LO NUEVO SIEMPRE PROVOCA REACCIONES
No faltan las frases más pintorescas: “En la Argentina pienso que es la macana más grande que pueda haber. No puede haber hippies en la Argentina… es un fruto del superdesarrollo técnico, de las infraestructuras económicas. Es protesta, es una forma de protesta hippie”, reflexiona un entrevistado, mientras otro insiste con lógica curiosa: “El hippie no es un hombre abandonado, es un hombre de estudio, que entiende perfectamente lo que es la vida argentina y mundial… se les debe convencer de vivir como vivimos nosotros”.
Entre las tomas, uno de los cronistas no disimula su admiración por una joven entrevistada y repite varias veces: “Qué bella sos, realmente muy bella”. Es un guiño involuntario al machismo de la época, que hoy nos resulta sorprendente y casi cómico.
El contraste entre públicos —el bahiense más tradicional, el platense más universitario— deja ver una radiografía de un país previo al colapso de los ’70: una Argentina que convivía entre el orden moral y los primeros brotes de rebeldía. Detrás del “sondeo popular” late un sesgo ideológico evidente: la televisión aún estaba al servicio de la moral católica, la familia y el trabajo como virtud suprema.
“¿Y si su hijo fuera ipi?”, pregunta Oppenhaimer a una madre de clase media. “Lo mato, directamente lo mato. En mi casa no entra un ipi”, responde ella, sin titubear. Otra mujer, más joven, sonríe con cierta ternura: “Yo los entiendo… son chicos buenos, pero confundidos”.
Ver hoy La invasión hippie es como asomarse al espejo retrovisor de una Argentina que se debatía entre la modernidad y la obediencia. Entre el pelo largo y la gomina. Entre el rock y el rosario. Las voces de platenses y bahienses —educadas, formales, ingenuas— suenan como un eco de lo que fuimos: un país que, antes de juzgar, primero preguntaba.