La escena ocurrió en vivo, en el programa de Esteban Trebucq en LN+, a cuatro días de las elecciones. El entrevistado era un comerciante, un hombre de barrio, de esos que se notan cansados de remar en dulce de leche. Cuando el conductor oficialista le preguntó cómo le iba, la respuesta fue tan cruda como espontánea:
“¿Cómo me va? Pésimo. Pésimo. Como el resto del rubro. No hay consumo, la gente no llega a fin de mes, no llega al día 10.”
Hasta ahí, nada nuevo: una radiografía del país real, de la recesión que golpea a todos los pequeños negocios desde hace casi dos años. Pero lo insólito vino después. Cuando el conductor le preguntó a quién iba a votar el domingo, el hombre respondió sin dudar:
“Yo voy a seguir acompañando a este gobierno como lo acompañé, porque quiero un cambio para mí, para mi familia y para toda la Argentina.”
“Con los anteriores me fue muy bien”
El conductor platense alineado a Milei, sorprendido, repreguntó por qué, si le iba tan mal, pensaba seguir apoyando al mismo modelo. Y el comerciante completó la postal de la contradicción nacional:
“Porque lo que venía atrás ya no lo quiero más, indistintamente que a mí económicamente me fue muy bien.”
El hombre lo dijo sin titubeos. Admitió que antes vendía, que había consumo, que “económicamente estaba muy bien”, pero que igual prefiere sostener al gobierno actual.
Ahí está el corazón del fenómeno: la convicción de que el sufrimiento propio es el precio que hay que pagar para que “no vuelvan los anteriores”.
Entre el miedo y la fe
No parece ser un actor pago (digamos, o sea). Lo más probable es que sea un caso puro de disonancia cognitiva, ese mecanismo mental que usamos para no admitir que algo que creemos puede estar equivocado.
El comerciante sufre las consecuencias del modelo, pero prefiere explicarlo como un sacrificio necesario. “Hay que aguantar”, dicen muchos así, convencidos de que si reconocen el error, traicionan su identidad.
Durante años, los medios repitieron que “el problema fue el kirchnerismo”. LN+, y tantos otros medios antes, desde 2008, construyeron esa idea como un mantra: todo lo malo se debe al pasado, todo lo bueno vendrá con el cambio. Esa narrativa, gota a gota permeó y logró algo más poderoso que convencer: colonizó la forma en que mucha gente percibe la realidad.
Así, incluso cuando la heladera está vacía y el local sin ventas, la bronca no va hacia el modelo actual, sino hacia ese enemigo simbólico que los medios mantuvieron vivo. El votante no defiende su bienestar, sino su pertenencia: “yo no soy eso”.
Lo de ese comerciante fue apenas una entrevista. Pero también fue un espejo. Un país entero puede decir “me va pésimo, pero igual lo voto con tal de que…”, cuando el miedo a volver es más fuerte que el deseo de estar mejor.
Los 4 planos del análisis
Nivel psicológico individual:
Como quedó dicho, lo que se ve es una disonancia cognitiva clarísima. Es decir, la persona sostiene dos ideas incompatibles —“me va pésimo con este gobierno” y “igual lo voy a seguir votando”— y para no entrar en conflicto interno, racionaliza su elección apelando a un argumento moral o simbólico: “lo hago por el cambio, por mi familia, por la Argentina”.
Cuando una persona siente que reconocer su error implicaría traicionar una identidad o admitir que fue manipulada, suele preferir mantener la ilusión antes que enfrentar el malestar emocional de haber sido engañada. Es un mecanismo de defensa.
Nivel simbólico y emocional:
En la Argentina, y especialmente después de años de bombardeo mediático, el “kirchnerismo” fue convertido en un significante cargado de miedo y rechazo: corrupción, populismo, autoritarismo, planeros, etc.
No importa si eso se condice con la experiencia personal —en este caso, él mismo dice que antes vendía más—, lo simbólico pesa más que lo real. El tipo no vota con el bolsillo, vota con el miedo y con una identidad negativa: “yo no soy eso que odio”. Es el voto del antikirchnerismo emocional, no del análisis racional.
Nivel mediático y cultural:
Los medios concentrados, como LN+, llevan años instalando una lógica binaria: o el “cambio” (libertario, liberal, promercado) o el “pasado” (kirchnerista, estatista, decadente).
Esa narrativa intenta hacer creer que lo que busca es “informar”, pero además estructura la forma en que mucha gente entiende la realidad. Cuando un ciudadano repite sin cuestionar que “no hay consumo, me va pésimo, pero igual apoyo al cambio”, está mostrando que el discurso mediático triunfó: la culpa de su propia miseria no la asocia al modelo que la genera, sino a un enemigo imaginario del pasado.
Nivel sociológico:
También hay una dimensión de pertenencia. Muchos argentinos, sobre todo sectores medios y pequeños comerciantes, se identifican culturalmente con la meritocracia, con “no depender del Estado”, con “ser los que se levantan temprano a laburar”.
El kirchnerismo fue, y aún es, presentado como el modelo que premia a los que “no trabajan”, mientras que el liberalismo aparece como el de los “que se esfuerzan”. Entonces, aunque el tipo esté perdiendo plata, sigue sintiendo que pertenece al lado correcto de la historia. Es una forma de mantener la autoestima intacta en medio del fracaso económico.