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Los pies de los soldados, necesarios para resistir una batalla en montes rocosos, estaban hinchados, rojos y entumecidos. Llevaban casi un mes en sus puestos, cerca de Monte Longon. La suciedad, el frío y el hambre los desgastaban poco a poco.
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—Mandábamos cartas a nuestras familias y en todas hablábamos de comida. Mi vieja todavía las guarda, y todas hablan de cómo extraño las albóndigas que me hacía, o algún plato. Estábamos muertos de hambre.
“Queridísimo viejo, espero que esta carta la leas vos sólo. No quiero que la vieja se asuste. Acá es un despelote”. Así comienza la primera de las cartas que Marcelo le envió a su familia durante la guerra, y que leyó en un documental para el canal Encuentro. Conseguía un papel y un lápiz y escribía, una vez por semana. En la trinchera, o en una roca, recibía la respuesta de su familia.
—Me llegaron todas las cartas y a ellos todas las mías. A un pibe que estaba a tres metros capaz no le llegaba ni una carta y a mí sí. Eso era peor moralmente que no comer.
Al caer la noche, tapaban la trinchera con lonas y uno montaba guardia. Los bombarderos ingleses soltaban sus cargas que explotaban cerca y repartían sus esquirlas. Desde el primero de Mayo, todas las noches había un bombardeo. Pese a la hostilidad, las tropas mantenían su campamento sobre Longdon.
La inteligencia argentina los había apostado de esa manera, en dos grupos uno sobre cada loma, a la espera de que las tropas británicas lleguen por el frente y la lucha se les haga cuesta arriba.
Una tarde, la radio transmitió un alerta naranja: aviones bombarderos. Taparon sus trincheras y se tiraron cuerpo a tierra. Pasó el avión y el cielo se convirtió en una lluvia de proyectiles. El bombardero comenzó a humear y se estrelló a unos cuantos metros. Resultó ser Argentino.
—La guerra la perdimos porque no estábamos preparados. Pero también porque planificaban una cosa y salía otra. Al final los ingleses llegaron por el costado izquierdo. Esa era nuestra inteligencia— denuncia.
El combate de Monte Longdon
El 11 de Junio el teniente ingles Hew Pike montaba guardia con su tropa a unos kilómetros de Monte Longdon. Esperaba la noche para desplegar el ataque que planificó durante un tiempo. Su infantería, la 3er compañía de paracaidistas habría de marchar en fila por los senderos y atacar cuerpo a cuerpo a los soldados argentinos en las trincheras. Este avance debería ser letal para las fuerzas argentinas.
Ocho y media de la noche ordenó el avance de sus tropas, que marcharon en silencio bajo el firmamento. El cabo Brian Milne se movía a paso firme cuando pisó una mina que le arrancó la pierna y lo hizo volar unos cuantos metros. La explosión y sus alaridos alertaron a la primera línea argentina que se preparó para entrar en combate.
—Nos atacaban de noche porque no se veía nada. Ellos tenían unos lentes de visión nocturna, nosotros no teníamos nada. Era impresionante ver pasar los proyectiles, y escuchar el impacto de los morteros. Yo no tenía miedo, nunca tuve miedo.
La primera línea se trenzó en un combate cuerpo a cuerpo. Argentinos e ingleses frente a frente, disparando y utilizando bayonetas al caer sobre las trincheras. Los soldados argentinos resistieron la posición y mantuvieron el avance inglés durante un largo rato. La respuesta argentina llegó desde la retaguardia, y dejó a la primera línea entre fuego cruzado. Apenas podían asomar la cabeza de la trinchera para disparar y no ser alcanzados por las balas enemigas, o amigas.
Marcelo, que estaba unos cuantos metros más atrás, veía las ráfagas de proyectiles como haces de luz amarillos que formaban un espectáculo macabro en la oscuridad de Longdon.
—Veíamos los fogonazos y disparábamos al bulto. No teníamos visión nocturna, nada. Guiábamos los disparos más o menos adonde veíamos que nos disparaban. Es difícil saber si matamos a alguien, realmente no sabemos a ciencia cierta. Y si me preguntás, yo creo que no, que no maté. Pienso que no y eso me tranquiliza.
Entrada la madrugada, el avance inglés era imparable. Las tropas argentinas comenzaron a replegarse hacia Puerto Argentino, en una carrera nocturna a la luz de las bengalas verdes.
—No se veía nada, teníamos que aprovechar cuando tiraban una bengala para correr y cuando se consumía la luz hacíamos cuerpo a tierra. Nos dispersamos, algunos se quedaron defendiendo la posición, pero la mayoría corrimos a Puerto Argentino. Los oficiales fueron los primeros en volver —se indigna—. Recuerdo que cuando llegué a la base, los oficiales ya estaban ahí, tomando whisky.
El combate dejó 31 muertos argentinos y 18 ingleses, y fue la batalla decisiva que puso punto final a la guerra. Las tropas argentinas no tenían condiciones para defender Puerto Argentino.
Marcelo corrió al Hospital Militar para visitar a un amigo herido. De pronto el silencio le hizo ruido, los estruendos habían cesado.
—Pensé que me había quedado sordo.
Emprendió la vuelta hacia su unidad y vio a lo lejos a un grupo de soldados ingleses en el camino.
—”¿Qué hago?” pensé. Y decidí hacerme pasar por inglés. Como soy rubio, ojos claros, “ya está”, dije. Fui todo el camino pensando que no tenía que hablar en español, que no tenía que delatarme. Pasé y no me dijeron nada, pero mi genio me traicionó y les dije “chau”, cuando me di cuenta pensé que me iban a capturar, pero me respondieron “chau”. Seguí caminando y volví a Puerto Argentino. Estaban los ingleses y los argentinos, mezclados. La guerra había terminado.
—Nos tomaron prisioneros pero nos trataron bien. Rompían containers con comida y la robaban para nosotros. Ellos estaban bien alimentados, tenían mejor ropa, todo.
El regreso de Malvinas a Argentina
Un grupo de argentinos volvió el 14 de Junio en el Almirante Irizar, el barco hospital del ejército argentino. El resto, acampó un día más en Puerto Argentino -Port Stanley- y zarpó al día siguiente a bordo del SS Canberra, uno de los buques ingleses, que fue preparado para evacuar de las islas a los soldados argentinos que volvían como prisioneros de guerra. Entre ellos estaba Marcelo.
—Me sorprendí cuando ví el buque inglés, porque en el diario La Gaceta de Malvinas, que escribían los curas, habían titulado “Hundimos al Canberra”. Todos decían que era el barco clave, que si lo hundían ganábamos.
Sobre el atlántico, Marcelo, otros 4.000 soldados argentinos, y los ingleses, compartieron el viaje. Los derrotados volvían en silencio, con caras huesudas y tristes, y con la misma ropa después de un mes de combate.
—Nunca pensé mal de los ingleses, eran personas también. Cuando volví en el Canberra me trataron muy bien. Nos dieron comida y nos dejaron bañarnos. Yo hablaba con el guardia inglés, hasta me prestó la ametralladora.
El muelle de Puerto Madryn estaba cerrado. El tranquilo mar del Golfo Nuevo aún no había recibido a la ballena franca austral cuando amarró el Canberra, el 19 de Junio. Un cordón militar impedía el paso de los civiles, que curiosos y expectantes se habían acercado. Del barco los trasladaron rápidamente a los camiones militares, con las lonas bajas y los llevaron a las barracas de Lahusen. De ahí, los llevaron a Campo de Mayo, donde les preguntaron si habían visto algún crimen de guerra. Todos lo negaron. Después les ofrecieron un documento, que firmaron, y les entregaron los papeles y certificados de ex combatientes.
—La misma inteligencia que estaba en Malvinas nos hizo firmar unos papeles donde decía que no podíamos denunciar nada. Eso no tenía valor legal, pero nosotros no sabíamos. Ocultamos muchas cosas durante mucho tiempo porque no nos dejaban hablar— se lamenta.
Con la vuelta de los soldados, aparecieron historias de valentía y de hazañas, que corrieron por todo el país. Oscar Poltronieri, que había combatido en la batalla del Cerro Dos Hermanas, se convirtió en el soldado más conocido y lo condecoraron con la Cruz al Heróico Valor en Combate, por haber aguantado su línea él sólo con su ametralladora, contra todo el regimiento británico.
—Poltronieri es una mentira —desmiente Marcelo con categoría—. Peleó en todos lados, y no te dan las fechas. En realidad, el tipo era analfabeto, y los milicos tenían que contar el valor que ellos no tuvieron, entonces se lo inventaron a Poltronieri. No hubo héroes en Malvinas, sólo combatientes.
Oldini fue uno de los primeros en volver a La Plata. Estrechó un fuerte abrazo con el viejo y uno tierno con la madre, que lagrimeaba. Después encaró para el fondo, a su pieza, y se desplomó en la cama.
—Volví y me acosté a dormir —se ríe—. Nunca me costó conciliar el sueño. No tuve que tomar pastillas, nada. No me quedaron secuelas, ninguna. No hice terapia, nada. Tuve contención de mi familia, que me ayudó a volver a la rutina. De Malvinas y de la Guerra nunca hablamos, no me preguntaban nada. Con el tiempo, cuando sentían la necesidad, y yo les contaba.
Un helicóptero de la policía pasó volando bajo, y se escuchó el característico “tuctuctuctuc” de las hélices. Marcelo se agachó, y lo buscó con la vista. Se incorporó recién cuando lo ubicó.
—Ese ruido me hace acordar a las islas. Cada vez que pasa uno, necesito ubicarlo.
La ciudad realizó varios homenajes a los ex combatientes años más tarde. La plaza Islas Malvinas, en 19 y 51, donde funcionaba un antiguo regimiento convertido en museo, estaba colmada. El intendente los honró, y después de un cerrado aplauso comenzaron los fuegos artificiales.
—Te dabas cuenta quién era ex combatiente porque estaba agachado —ríe y hace la mímica—. Todos cubriéndonos, porque las explosiones eran iguales a las de la guerra. Lo mismo en año nuevo, acá en La Plata es costumbre quemar muñecos con petardos y cuetes. No pude ir más a verlos.
Marcelo no perdió contacto con los demás soldados. Se reunían en la casa de uno, después en la de otro, y decidieron crear un lugar para reunirse. Así nació el CECIM.
—Yo por suerte tenía a mi familia, pero algunos estaban solos y necesitaban contención. Por suerte nos mantuvimos en contacto y acá estamos, nos contuvimos entre todos. Fuimos el primer centro de ex combatientes del país.
Una chica, hija de uno de los combatientes, es la secretaria del centro. En su escritorio ordena la agenda y levanta el teléfono, que suena seguido. Los llaman para brindar charlas, entrevistas y conferencias.
—Desde que volvimos que nos llaman en las escuelas. Cada vez que ponés un pie en un aula, te aplauden. Y eso es muy lindo, pero a mí no me gusta, porque yo no hice nada. Siempre me preguntan lo mismo: a cuántos maté. Y yo no maté a nadie. Yo soy un antihéroe.
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