El protagonista, Andrew Neiman (Miles Teller), es un joven baterista que no quiere ser bueno. Quiere ser recordado. Su objetivo es tan absoluto que se vuelve enfermizo: alcanzar la perfección aunque eso implique perder amigos, amores, salud y hasta la cordura. Del otro lado está Terence Fletcher (J.K. Simmons, en una actuación feroz merecedora del Oscar a mejor actor de reoparto), el profesor que convierte cada ensayo en una guerra psicológica. Fletcher no enseña: aterroriza. Su método consiste en quebrar para reconstruir, en usar el insulto y la humillación como combustible. Y lo peor es que, a veces, funciona.
Si querés filmar una película de un baterista de jazz que la filme un director que sea baterista de jazz
Imaginá a un chico de Rhode Island que creció con las manos llenas de platillos, sentado en banquetas, y los oídos repletos de jazz. Se llamaba Damien Chazelle, hijo de académicos, pero lo suyo no iba a ser la investigación ni los libros de cátedra: lo suyo era el ritmo, la música que late, la cámara que sueña. En Princeton, donde pasó buena parte de su infancia, se obsesionó con la batería. Soñaba con ser un gran músico, aunque pronto descubriría que sus dedos no corrían tan rápido como su imaginación. Esa frustración fue semilla: lo que no podía alcanzar con las manos lo perseguiría con la mirada, a través del cine en Harvard. Mientras otros se perdían en teorías y ensayos, Chazelle escribió su propia partitura visual: Guy and Madeline on a Park Bench, un musical en blanco y negro que parecía salido de otra época. Allí empezó una amistad inseparable con el compositor Justin Hurwitz, quien se volvería la mitad invisible de su cine: el que ponía notas donde Damien colocaba imágenes.
Luego llegó Whiplash: la historia de un joven baterista acosado por un profesor feroz. Era, de algún modo, el reflejo de su propio paso por la música. La película, intensa como un solo de batería a contratiempo, sacudió a Hollywood y le dio tres Oscars. Pero su gran salto sería La La Land. Una carta de amor a los musicales clásicos y a Los Ángeles, contada con colores que parecían pintados sobre el cielo. Allí, Chazelle unió el romance, la melancolía y el jazz en una misma danza. El film arrasó con premios y lo convirtió, a los 32 años, en el director más joven en ganar un Oscar.
En cada historia que filma, parece perseguir lo mismo: ese instante en que la pasión se vuelve obsesión, en que el arte consume y libera a la vez. Como si aún estuviera sentado frente a la batería, probando hasta dónde puede estirarse una nota, una vida, un sueño.

El título Whiplash proviene de un standard de jazz compuesto por Hank Levy, una pieza muy compleja en compases irregulares, que efectivamente se toca en la película y sirve de metáfora: la música es brillante pero también puede desgarrar, exigir hasta romper. Se basa en la fuerte personalidad de Buddy Rich y también en una anécdota sobre el saxofonista Charlie Parker y el baterista “Papa” Jo Jones. El periodista Richard Brody cuenta la verdad sobre una anécdota largamente repetida sobre Charlie Parker, quien con 16, siendo aún un joven desconocido, tocaba un solo en una jam session con profesionales, uno de los cuales era el gran baterista Jo Jones, de la Orquesta Count Basie, prácticamente el inventor de la batería clásica de jazz. Según Fletcher, Parker tocaba tan mal que Jones le lanzó un platillo a la cabeza, casi decapitándolo. Tras esa humillación e intimidación, Parker regresó a casa y practicó tanto y tan intensamente que regresó un año después e hizo historia con su solo. Stanley Crouch, cuenta la verdadera historia en biografía de Bird, Kansas City Lightning. “Bird estaba con su solo pero no en la parte que correspondía. De alguna manera u otra se adelantó o algo así. Tenía el compás correcto. Estaba en el ritmo, sí, pero probablemente estaba ansioso por hacerlo. En fin, no pudo salir. Jo Jones golpeó las esquinas de la campana para avisarle y llamar la atención pero Bird no se dio por aludido hasta que “Papa” Jo Jones le arrojó un platillo al suelo. Bird se sobresaltó y paró el solo. Todos gritaban y reían de Bird que se fue humillado. Quizá el germen de Whiplash.

Quizá no sea una película muy exacta en lo que se trata de la formación de un músico (y sobretodo de jazz). Richard Brody insiste en que “En Whiplash, los jóvenes músicos no tocan mucha música. Andrew no está en una banda ni en un combo, no se junta con sus compañeros para improvisar; ni en un parque, ni en una estación de metro, ni en un café, ni siquiera en un sótano. No estudia teoría musical, ni solo ni (como hizo Parker) con sus colegas. No hay una comparación obsesiva de grabaciones y estilos, ni una apreciación amplia de la historia del jazz; no hay Elvin Jones, ni Tony Williams, ni Max Roach, ni Ed Blackwell. En resumen, la vida del músico se trata de pura ambición competitiva”.
Egos y pasiones
Cada escena de ensayo transpira tensión. La batería se convierte en un instrumento de tortura: baquetas que se astillan, parches manchados de sangre, manos destrozadas. Chazelle filma la música como si fuera boxeo: planos cerrados, cortes rápidos, cuerpos que se empujan hasta el límite. El jazz, un género nacido de la libertad y la improvisación, aquí aparece encadenado a una disciplina casi militar. Y esa contradicción es clave: la belleza surge de la opresión, pero a un costo devastador.
La relación entre Andrew y Fletcher se mueve entre la admiración, el odio y una dependencia mutua que roza lo enfermizo. Andrew necesita la mirada del maestro para sentirse validado, y Fletcher necesita a alguien que demuestre que su crueldad tiene sentido. Por eso, el final es tan perturbador como electrizante. En ese último solo de batería —largo, desbordado, casi inhumano— no estamos viendo solo música: asistimos a un duelo silencioso, un grito de independencia y, al mismo tiempo, la confirmación de que Fletcher tenía razón. Andrew se eleva, sí, pero lo hace con el fuego que su maestro encendió a base de insultos y golpes al ego.
Y ahí está la gran pregunta que nos deja Whiplash: ¿vale la pena? ¿Es legítimo sacrificar todo lo humano en nombre de la grandeza artística? La película nunca responde. Algunos espectadores ven un triunfo: Andrew alcanzó lo imposible. Otros, en cambio, ven una tragedia: un joven que se pierde a sí mismo en la búsqueda de la inmortalidad. Tal vez las dos cosas sean verdad al mismo tiempo.
Final épico
Una primera interpretación del final nos conduce a la idea de que el joven baterista finalmente “vence” a su maestro en su propio juego, incluso bajo condiciones especialmente adversas. Tanto trabajo duro por fin rinde sus frutos de una manera tan magistral que incluso vemos al maestro rendirse ante Andrew en silencio y olvidar lo que podríamos determinar como su “pequeña venganza”.
Justo antes del final de su presentación, cuando hay un momento de silencio, la mirada del chico parece expresar su triunfo sobre su maestro (aunque desde mi punto de vista la interpretación de la relación entre Fletcher y Andrew como competitiva es errónea) y la mirada del profesor parece expresar el respeto que su pupilo se ha ganado.
El tiránico profesor ha arrojado tanto fuego que está seguro que ha quemado definitivamente a su estudiante, pero éste ha devuelto un fuego más intenso, un solo volcánico que deja sin palabras.
Bajo esta intepretación, el final es el triunfo del joven músico sobre sí mismo y sobre su insaciable maestro. Andrew demuestra con esto que está bajo control y regresa de los brazos de su padre; no para probar nada a su abusivo tutor, tampoco para evitar que su carrera se arruine frente a aquellos que “no olvidan”, tampoco para rechazar el [mediocre] refuerzo positivo de su padre -lo cual parece odiar- y ni siquiera para probarse nada a sí mismo- porque se ha transformado, porque es un gran baterista de jazz y eso es lo que haría un gran baterista de jazz.
En la parte final del solo, al seguir las instrucciones de Fletcher simplemente se apoya en su criterio, pues a este ya no le interesa humillarlo. Y al final se miran reconociendo que aquella presentación ha puesto a este prometedor músico en las puertas de la grandeza y que ha trascendido las enseñanzas de su maestro. Ambos obtienen lo que quieren y lo hacen de una manera espectacular.
El arduo trabajo y lo lejos que el atormentado muchacho estuvo dispuesto a llegar finalmente recibe una recompensa digna, PERO también es posible considerar que éste haya perdido una parte de sí mismo -incluso su disfrute por la música- para convertirse en una persona obsesionada con la grandeza por medio de métodos poco ortodoxos.
Invirtiendo el final, podríamos considerar que el triunfo es del maestro sobre su alumno, pues éste termina siendo ese prodigio que tanto buscó en su carrera como maestro y director de banda. Asimismo, él gana porque prueba que sus métodos extremos rinden fruto y sus enseñanzas exageradas fueron efectivas.
Es por eso que el profesor no interrumpe el solo, éste deja que termine su presentación e incluso lo guía para que todo sea perfecto. Él está feliz por este resultado y su baterista aún está bajo el dominio de sus gestos manuales, incluso en una presentación improvisada en la que demuestra que es un grandioso baterista.
Whiplash incomoda porque no ofrece salidas fáciles. Nos obliga a mirar la cara más oscura de la ambición y a preguntarnos si detrás de cada gran artista hay una historia de dolor que preferimos no ver. Chazelle no filma un relato de superación, sino un descenso a un infierno donde el arte y la violencia conviven en el mismo compás. Y al final, cuando la batería calla y la pantalla se oscurece, queda esa inquietud latiendo: ¿qué estarías dispuesto a dar para ser inolvidable?