Es otra historia de la crisis. No de las más duras, claro, pero ilustrativa. Enseña. Y es real. Un matrimonio de profesionales se instala, después de un año de esfuerzos, en un barrio cerrado de La Plata.
Corre el mes de marzo de 2023. La inflación galopa pero los ingresos acompañan. Nadie sabe que puede pasar mañana pero hoy las cuentas cierran. Les va bien.
La casa soñada, las comodidades, el aire libre y la sensación de seguridad que genera un buen cerco perimetral y un ejército de guardias de seguridad vigilando las 24 horas. Ya no más cuatro ojos vigilantes cada vez que hay que abrir el portón de la cochera.
La pareja celebro la nueva etapa de la vida con una fiesta en el nuevo hogar. Nada fastuoso; la familia, los amigos, los compañeros del trabajo. “Llegamos”, soltó el patriarca, mezclando orgullo y emoción. Pasaron los meses. La motosierra, las boletas.
Empezaron con 900 mil pesos de inmobiliario, 700 mil de expensas, 300 de luz y 200 de gas. En cuestión de meses los gastos fijos treparon a 2.5 millones de pesos por mes, los sueldos se plancharon. La vida soñada se fue volviendo una pesadilla.
Cuando las cuentas llegaron a cuatro millones, la familia decidió que era momento de replegarse. Puso la casa en venta y empezó a buscar un departamento comodo dónde empezar de nuevo. En el country preguntaron si las cosas marchaban bien.
Cabizbajo, el hombre explicó: “llegue, pero ya me tengo que ir”.

