La luz verde de una bengala zurca el cielo e ilumina por un instante el achaparrado y rocoso Monte Longdon de la Isla Soledad. El silbido de los proyectiles y las explosiones de morteros que levantan tierra y esparcen sus esquirlas aturden a Marcelo. Le gritan una orden que no entiende. Está tumbado en un pozo de tierra húmedo y frío, y sujeta con fuerza su casco. Cuando se apaga la bengala, todo queda a oscuras. Los ingleses avanzan sobre el terreno y los argentinos se repliegan hacia Puerto Argentino. Cuando cesan los ataques, se pellizca. Está vivo.
—No puedo decir por qué. Simplemente no me tocó —comenta, treinta y cuatro años después.
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  Ahora Marcelo Olindi tiene 56 años, y recuerda con memoria fotográfica la guerra de Malvinas. Es gordo, de mediana altura. Lo molestan con que es parecido a Gustavo Santaolalla, pero con más arrugas. Tiene ojos verdes detrás de anteojos rectangulares, labios gruesos y mejillas grandes. Habla con pereza sentado detrás de un escritorio en el Centro de Ex Combatientes de las Islas Malvinas (CECIM), y tiene la mitad derecha del cuerpo paralizada. Un tatuaje de un lobo le adorna el anular de la mano izquierda, y usa un aro en cada oreja.
El Servicio Militar
En los ’80, antes de entrar al servicio militar obligatorio, Marcelo era un adolescente más, sin vocación de militar. Era flaco y fornido. Vivía en Ringuelet con sus padres y cursaba la secundaria en La Plata. Fanático de Gimnasia y Esgrima, solía frecuentar la cancha para alentar al “Lobo”. También era fanático del rock.
Un cartel en la cancha de Vélez anunciaba el recital de Queen, una de las bandas del momento. Adentro, una multitud de jóvenes colmaba el campo de fútbol. Fumaban, bebían y aplaudían a la espera de su banda favorita. Entre ellos estaba Marcelo. De repente el escenario se iluminó y salió a escena la banda Zas, liderada por Miguel Mateos, para hacer soporte. Cuando terminó su espectáculo, y la euforia se había desatado, un grupo del frente empezó a saltar y a cantar “Mandarina, mandarina, mandarina, no se hagan los boludos y devuelvan las Malvinas”.
—Era 1981 y yo no sabía qué eran las Malvinas —se sincera Olindi, que un año más tarde estaba en un Hércules, vestido de militar, para defenderlas; quizás junto a otros jóvenes que habían asistido al recital—. Fuimos a la guerra sin saber por qué íbamos a la guerra.
Le tocó hacer el servicio militar en 1981, junto a la clase ‘62, en La Plata. Compartió el cuartel con muchos compañeros y amigos de la secundaria; sufrió los bailes y el maltrato de los superiores.
—Cuando te agarraba tal, te bailaba de lo lindo. Un silbato carrera mar, dos silbatos cuerpo a tierra. Sobre tierra, sobre cemento. Las manos después de un baile sobre cemento te quedaban en carne viva. Nos hacían sufrir, para que sepamos que mandaban ellos, y nosotros teníamos que obedecer. “Sí, señor”, decíamos. Nos trabajaban psicológicamente para obedecer. Nos contaban por ejemplo lo que los guerrilleros le hacían a los soldados, para que pensemos “qué hijos de puta” y les tengamos odio. Una vez nos dieron una charla donde nos dijeron “tienen que estar preparados, del otro lado puede estar un hermano, y ustedes tienen que defender a la patria”. Así eran.
Unas pocas semanas faltaban para que le den la baja. Olindi tachaba en un calendario los días para liberarse del servicio y volver a su casa. Entonces el presidente de turno, Leopoldo Fortunato Galtieri, salió al balcón de la Casa Rosada y ante una multitud de banderas argentinas que ondeaban al aire dijo:
—Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla —la guerra había empezado.
El 14 de Abril partieron en un avión Hércules de la Fuerza Aérea. Llegaron el 15 de Abril al Puerto Argentino, en la Isla Soledad. Marcelo levanta una foto donde está posando con un FAL en la mano, vestido con el uniforme militar bajo un cielo completamente celeste. Era parte del Regimiento de Infantería 7 (RI7).
—Una de las primeras cosas que hice en Malvinas fue ir a la iglesia. Yo era muy creyente. “Padre, necesito comulgarme” le dije un día. “No hace falta” me dijo, “sé que usted quiere quitarle la vida a otro hombre, pero si ese otro se la quiere quitar a usted, matar está bien”. Y yo me había criado siempre con el “no matarás” de los mandamientos. Entonces le pedí un rosario, que los repartían gratis, y me lo quiso vender a 5 pesos. Ahí hice un click y se acabó mi religión.
Monte Longdon
Marcelo estaba en la retaguardia; se encargaba de la cobertura de los compañeros de avanzada. Desde un “pozo de zorro” en la cima de la colina, apuntaba con su fusil automático pesado hacia la posición de los ingleses.
—El escenario era un corredor. Nos habíamos desplegado en dos montes, arriba, para esperar a los ingleses. Tres mil soldados en uno y otros mil en otro. Yo no estaba en el frente, sino atrás. Teníamos que cubrir a nuestros compañeros.
El RI7 era el batallón platense que protagonizó la batalla de Monte Longdon la noche entre el 11 y el 12 de Junio de 1982. Olindi pertenecía a uno de los escuadrones, combatientes de lo que se conoce como la batalla más sangrienta de Malvinas. Los comandaba el subteniente Baldini, y Carlos Carrizo Salvadores estaba a cargo de toda la operación.
—Baldini, que Dios lo tenga en la gloria y nunca lo devuelva —reza Marcelo—. Era un tipo reacio, un hijo de puta. Yo vi a pibes estaqueados por Baldini. Pero lo tienen como héroe de guerra.
Un avance inglés encontró a Baldini con una Colt en la mano. Su fusil MAG de repetición se había trabado. Detrás de unas rocas, el subteniente decidió desenfundar su pistola de mano y comenzó a disparar en dirección a los soldados enemigos hasta que fue alcanzado por una ráfaga inglesa. Alguien gritó “mataron a Baldini” mientras las tropas argentinas se replegaban en dirección a Puerto Argentino. Le otorgaron la medalla al Valor en Combate, posmortem.
—Muerto es un héroe. Ninguno de los jefes era un héroe. Creo que Baldini es el único que murió en batalla, el resto se quedó cómodo en las bases y nos mandaban a pelear a nosotros. Los oficiales fueron los primeros en volver.
Marcelo no es el único que acusa a los oficiales. Son numerosas las denuncias que se presentaron por tratamiento inhumano de los conscriptos.
—Ellos se quedaban con el Whisky, los chocolates, comían bien. A nosotros nos daban una ración de agua con fideos por día, nos tenían con hambre y si desobedecíamos, nos estaqueaban.
Sobre la nieve o el suelo escarchado, clavaban cuatro estacas de madera con sogas. A cada una de ellas ataban un brazo o un pie, extendidos, y dejaban a los soldados propios en esa posición por un largo rato.
—Según la gravedad que consideraban los dejaban más o menos tiempo. A veces los tapaban con una manta para que no se congelen, pero más de uno murió de frío, estaqueado. Así eran los oficiales.
Una tarde, mientras montaban guardia, Olindi y un grupo de soldados se habían puesto de acuerdo. El hambre los tenía mal, y habían visto una oveja. Sabían el castigo al que se exponían: ser estaqueados. La carne y el revuelto en las tripas pudo más y fueron a cazarla. La metieron dentro de una bolsa y se miraron.
—Matala vos —señaló Marcelo a un compañero.
—No, matala vos —respondió éste.
—No, vos —siguió la discusión.
—Al final, la oveja murió asfixiada dentro de la bolsa —recuerda Marcelo hoy—. “Si no podemos matar a una oveja, ¿cómo vamos a matar a una persona?” pensé. Después hicimos un fuego en un tacho, lo apagamos y la cocinamos con las brasas. Del hambre dejamos la carne muy poco sobre fuego y casi que la comimos cruda. Nunca nos atraparon. Después, durante muchos años, me costó comer cordero. Lo volví a probar nueve años después; fui a visitar a mi suegro que me esperó con uno asado, no se lo pude despreciar.
El 9 de Junio, cuatro soldados se organizaron y tomaron un bote de goma. Habían escuchado que una casa ocupada por ingleses tenía un depósito de comida mal custodiado. A remo, remontaron el río Murrell, saquearon las provisiones y cargaron el bote. La marea cambió y el peso de la comida los arrastró río abajo. Tocaron tierra firme en el campo minado que se había sembrado para frenar el avance inglés, y explotaron junto a los víveres.
—A ellos les decimos “los muertos de hambre”, porque literalmente los mató el hambre —explica Marcelo.
Los soldados en ocasiones frecuentaban las casas de los isleños, que les brindaban los alimentos que tenían. Otros los vendían, a uno y otro bando.
—La gente de las islas nos ayudaba, nos veían flacos y nos tenían lástima. Recuerdo que había llevado plata, porque no sabía bien qué iba a hacer en Malvinas. Con esa plata compré cigarrillos y comida. Después se armó una especie de mercado negro, donde comprábamos queso, salame, chocolate, whisky o cigarrillos. Los cigarrillos cotizaban como el oro, porque no todos tenían plata así que pagaban con otros insumos. Yo que no fumaba cambiaba un atado de Parisienes por un salame, o una petaca de whisky.
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