Cuando la pasión se enfrenta a barreras económicas, distancias y falta de oportunidades, la imagen de un adolescente en Perú trepando un cerro para relatar la final continental, entre 2 equipos brasileños, se vuelve un ejemplo poderoso de lo que puede lograr la determinación cuando decide no pedir permiso.
El protagonista es Cliver Huamán, un joven de 15 años que, con nada más que un celular, un aro de luz y la ayuda de su hermano, convirtió un sueño en un gesto gigantesco. Y lo hizo con la naturalidad de alguien que entiende que la vocación no se espera: se construye.
Un viaje que empezó mucho antes del camino
Cliver viajó casi un día entero para llegar a la capital peruana con la esperanza de presenciar la final de la Copa Libertadores 2025. No tenía acreditación, recursos ni contactos; apenas una convicción profunda y la certeza de que quería estar ahí.
Al descubrir que no podría entrar al estadio porque le negaban la acreditación, muchos en su lugar hubieran vuelto a casa resignados. Él eligió otra ruta: buscó altura, literalmente.
Encontró un cerro cercano, evaluó la vista hacia el estadio y decidió armar su propia cabina de transmisión al aire libre, desafiando el viento, el frío y la precariedad técnica como si todo eso fuese apenas un detalle menor.
Así nació una de esas imágenes que, de tan genuinas, se vuelven símbolo. Un adolescente iluminado por un aro de luz, con la ciudad detrás y un partido al que no podía entrar, pero al que igual decidió contar.
La escena condensó algo que reconocemos enseguida: la pulsión de quienes aman profundamente lo que hacen, incluso cuando el mundo parece decirles que esperen, que todavía no es su turno, que no está “preparado”.
Vocación que nace en la tierra y crece hacia arriba
La historia de Cliver no empezó esa noche. Desde chico trabajó en la tierra familiar, aprendió el valor de la constancia diaria y se formó sin escuelas ni equipamientos sofisticados.
Su entorno nunca fue un límite; al contrario, lo volvió más creativo, más instintivo y más sensible frente a lo que significa contar algo con el corazón en la boca. Habla más de un idioma, se mueve entre tradiciones familiares y sueños modernos, y se planta con una seriedad que sorprende para su edad. Todo eso se coló en su transmisión: una mezcla de emoción pura, humildad y perseverancia.
Cuando ni siquiera las grandes cadenas (para economizar), mandan a sus periodistas a cubrir partidos en vivo, y entonces los dejan en estudios haciéndolo por TV a la distancia, y también cuando muchos jóvenes son empujados a la inmediatez y la frustración, Cliver encarnó una idea sencilla y luminosa a la vez: la pasión también es un lenguaje, y él lo domina.
Para él, relatar no es una pose ni una búsqueda de viralidad: es un llamado íntimo, un deseo que se vuelve más fuerte que cualquier obstáculo.
El relato que venció al frío, la distancia y la lógica
Cuando empezó a transmitir, lo siguieron algunos pocos. Pero la fuerza de su voz, la honestidad de su emoción y la intensidad con la que contaba lo que sucedía en ese “lejano” campo de juego, terminaron por capturar a miles.
No tenía micrófonos de alta gama ni un estudio insonorizado, tampoco “catering” de los entregados “colaboradores de prensa”: su escenario fue un cerro y su cabina, el aire libre.
Aun así, su relato sonó más auténtico que muchas transmisiones profesionales. No había artificios, sólo un pibe enamorado del fútbol contando lo que veía, respirando hondo entre jugada y jugada, dejando que el partido lo atravesara.
Lo que ocurrió después (la viralización, los mensajes de apoyo, el reconocimiento internacional) fue apenas la consecuencia natural de un acto honesto. La gente no vio un video: vio carácter. Vio coraje. Vio el tipo de entrega que no se fabrica ni se aprende en manuales. Vio a un joven que no esperó el escenario ideal para empezar: armó el suyo.
Un ejemplo que sube como él: hacia arriba
La historia de Cliver tiene además el condimento de ser un espejo incómodo. Permite demostrar que los sueños no empiezan cuando el contexto es favorable, sino cuando uno decide dar el paso igual.
Él no pidió permiso, no negoció con la adversidad, no esperó que alguien lo invitara. Fue, hizo, relató, se emocionó. Y en ese gesto, quizá sin proponérselo, dignificó la vocación de miles de jóvenes que temen dar el primer movimiento porque sienten que no tienen lo suficiente.
Lo que transmitió desde aquel cerro no fue solamente un partido: fue una forma de resistencia, de afirmación personal. Una lección sobre ingenio, valentía y amor por lo que uno sueña ser. A los 15 años, mostró que lo extraordinario no siempre nace en lugares extraordinarios. A veces basta con “lo puesto”.
Cliver Huamán no hizo únicamente el relato de una final: narró su propio destino en voz alta. Y logró que el mundo lo escuchara.

