En principio, cabe reseñar que nuestra Constitución Nacional no previó en su redacción original el desequilibrio notable que ocasionaría al sistema federal el crecimiento desmesurado de una sola provincia que ya equivale casi a la mitad de todo el resto, por lo que no ha tenido reacción a esta decuplicación estructural y simplemente la considera como una más, ignorando que así se condena a sus millones de habitantes a ser sub-ciudadanos argentinos, y olvidando la máxima aristotélica que refiere que es tan injusto tratar desigual a los iguales, como igual a los desiguales… Hace ya una década publicamos académicamente una investigación donde concluimos en que el exagerado tamaño de nuestra provincia constitucionalmente atenta contra su administración eficiente, contra su adecuada representación política, contra el control de los gobernantes y contra el desarrollo de su propia identidad.
Sobre esto último, advertimos que la anémica subjetividad bonaerense partía desde la separación y federalización de su capital original y emblema en 1880, extirpación jurisdiccional que además nos dejó huérfanos de nombre (desde entonces somos, en realidad, la Provincia sin Buenos Aires). También fuimos la última provincia en consagrar una bandera y carecemos de himno, siendo que los bonaerenses que sí nos reconocemos por nuestra sólida identidad local (platenses, bahienses, y así), carecemos en cambio de la necesaria mediación provincial que sí gozan cordobeses, mendocinos y hasta los recientes fueguinos, para defender sus intereses regionales.
Axel Kicillof frente al desafío de trabajar en la identidad de la provincia de Buenos Aires
Es que desde entonces, pugnamos por no ser sólo lo que quedó de la extirpación de la metrópoli (hoy una cuasi provincia diferente, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires), su patio trasero, un saldo ambiguo y que genera recelo al resto del país, “la” Provincia tras la Avenida General Paz en la que se escudó el tradicional unitarismo porteño. Por eso, cuanto menos, dentro del relanzamiento de la campaña identitaria debería empezarse por actualizar nuestro nombre, anacrónico conceptualmente, confuso pedagógicamente y, sobre todo, identitariamente insignificante.
Más aún, existen datos objetivos, números duros y dolorosos, que demuestran que los bonaerenses lejos de favorecernos por nuestro tremendo número y productividad (en ambos casos, casi el 40% del total nacional) somos postergados olímpicamente respecto al resto de los argentinos: desde siempre somos los que menos recibimos proporcionalmente por habitante del Tesoro nacional en todo sentido, vulnerando los principios de igualdad ciudadana para todas las provincias (arts. 8 y 16 CN), además de estar expuestos como ninguna otra provincia a las intromisiones federales en la política interna (económica, institucional y hasta salarial, como vemos ante cada paro general docente). El ejemplo más concreto es que ninguna otra provincia tiene tantos gobernadores digitados inexorablemente desde la Casa Rosada o nacidos y criados en otra jurisdicción (CABA), cualquiera sea el oficialismo de turno. Y lamentablemente es lógico que así sea, ya que ningún presidente dejaría librado al devenir local el andar de casi la mitad de su capital político, y suelen definir desde el escritorio que “baje” a la Provincia más importante su vicepresidente –ha pasado tres veces en los últimos veinte años- o su principal carta política, para que gestione con recursos siempre nacionalmente direccionados a un Estado provincial gigantesco, lento, pesado y distante de los ciudadanos de un territorio extensísimo.
Quizás por eso, más allá de la coyuntural sintonía política entre gobernador y presidente, como medida estratégica a largo plazo se debería impulsar lógicos reclamos de reconocimiento económico en la Corte de Justicia federal y ante el Senado nacional por la recomposición del porcentual del producto de la coparticipación (donde recibimos históricamente la mitad de lo que nos correspondería por tamaño y producción), aunque es dable anticipar un escenario realista a nivel legislativo: el resto de las provincias jamás accederán racionalmente a renunciar ni a un ápice de sus beneficios a favor del Leviatán bonaerense. Poco podremos hacer con nuestros tres senadores nacionales bonaerenses –a quienes ningún lector seguramente pueda enumerar de corrido, en otra muestra de nuestra débil identidad provincial- ante los otros sesenta y nueve que no se comprometerán a que siga creciendo una provincia que todo lo desequilibra con su potencialidad electoral, tornando insignificante al resto.
Por ello, ante este tibio renacimiento del cíclico debate acerca de si es viable la Provincia de Buenos Aires tal como subsiste desde hace 200 años, cabe alertar sobre la trascendencia de redefinir nuestra identidad de una buena vez, para posicionarnos federalmente como un ente político autónomo y consolidado, lo cual habla de una cuestión de maduración de la provincia, pero también axiológicamente una decisión de dignidad.
Nuestra Constitución provincial (ya por 1854) plasmó la decisión de que seamos protagonistas en la vida federal argentina, asumiendo costos y riesgos, apostando fuertemente a las capacidades de los bonaerenses y a la riqueza de su tierra, legándonos un gran desafío, tanto como derecho como responsabilidad en la planificación de un destino común, en el compromiso con los derechos de todos y en la propagación del bienestar general.
Por eso festejemos este cumpleaños Bicentenario con ganas, como un hito histórico que reconozca nuestro ingreso a la madurez institucional y –sobre todo- definiendo de una buena vez nuestra identidad provincial, poniendo entero el cuerpo a un futuro próspero y de bienestar general.
*El autor es abogado constitucionalista y profesor de la Universidad Nacional de La Plata